No lo negaré, me gusta Woody Allen. Conecto mucho con la visión pesimista que tiene de la vida y con su sentido del humor como analgésico, que no cura. La verdad es que es el único director que sigo.
Esta misma opinión se la expresé a un americano -de Seatle para ser mas concreto- que estaba en la ciudad por cuestiones profesionales y al que me había comprometido a llevar a cenar. Me miró sin dar crédito, como si le hubiera confesado que soy seguidor de Bin Laden o algo así, y me respondió que Woody Allen se acostó con su propia hija. La verdad es que el comentario me cogió tan por sorpresa que no supe muy bien que decir. La conversación viró entonces hacia lo amarillo salpicada aquí y allá por nombres como los de Jack Nicholson y Roman Polansky. Improvisando sobre la marcha, decidí matizar el amarillo aquel en el que nos habíamos metido con el rojo del KFC donde estaba seguro que aquel tipo se sentiría como en casa y por supuesto mucho más a gusto que en el restaurante de cocina mediterránea con vistas al mar al que había pensado llevarle en un principio. No me equivoqué; las alitas picantes fueron como un bálsamo.
Hace poco Allen decía en una entrevista que estaba convencido que la gente que cree en algo es mucho más feliz que los que no creen. Y eso en resumen es lo que viene a contar esta película. Al final, los únicos personajes que se salvan de la quema son los que tienen fe, aunque sea en algo disparatado y absurdo. El resto, a galeras.
Allen se hace mayor -vaya novedad-, y se vuelve más cínico. La vida no es bella ni maravillosa, las relaciones humanas -las de pareja, las de familia- son complejas e imprevisibles. Aún así no queremos o no sabemos marcharnos de este valle de lágrimas. Y aunque esta es una película oscura y pesimista es capaz de arrancarnos una sonrisa de vez en cuando, incluso en momentos de gran intensidad dramática.
-¿Que tal con Jonathan?
-Me ha dejado por otra mujer.
-¡¿Qué dices?!
-Sí. Por una difunta.
Esta es una película en la que no pasa nada. O pasa lo de siempre: desamor-amor, autengaño, ridículo, patetismo, sueño-realidad, familia... Nada con lo que no tengamos que lidiar los de a pie cada día. Nada que no haya tratado él mismo en otras películas suyas. Hay quien dice que Woody Allen cuenta una y otra vez la misma historia. Lleva a sus espaldas ya cuarenta títulos como director, si no me equivoco, y es cierto que casi siempre da vueltas a los mismo temas. Uno tiene cierto deja vú. Los protagonistas de este filme podrían ser los vecinos de su película anterior. Pero como decía Borges, sólo hay seis grandes temas sobre los hablar, así que casi resulta imposible no repetirse, ¿no? Y con directores como Allen lo que importa es tanto lo qué cuenta como cómo lo cuenta.
A mi me asombra que siga consiguiendo esos impresionantes repartos película tras película. Estrellas consagradas y actores de moda solicitados por todo Hollywood se ponen bajo sus órdenes filme tras filme. Y eso que paga únicamente el sueldo mínimo que marca el convenio de actores, muy lejos de lo que suelen cobrar esos artistas en otras producciones. En esta ocasión, como casi siempre, todos están bien. Se llevan la palma Naomi Wats y Gemma Jones, madre e hija en la ficción. Antonio Banderas está sobreactuado (¿la cuota española a cubrir por imposición de la productora Mediapro para optar a las ayudas del Ministerio de Cultura?), y a Anthony Hopkins se le nota incómodo en un papel donde se le pide que caiga en el ridículo sin apoyarse en la autoparodia. La verdad es que no hay ningún personaje simpático o positivo. Todos traicionan, roban, mienten o manipulan.
Otra cosa que me fascina en las pelis de Allen son los interiores de las casas de sus personajes. Incluso los más humildes y necesitados viven en casas diáfanas confortables y acogedoras, decoradas en tonos cálidos y con detalles de anticuario.
No es la mejor obra de Woody Allen, aún así está llena de sutilezas, ironía y mala leche. De todas formas, incluso sus pelis más flojas(Scoop, Granujas de medio pelo) merecen más la pena que la mayoría de películas que se estrenan hoy en día. Yo acudo a mi cita anual con el director neoyorkino con entusiasmo y expectativas y en mayor o menor medida, no suele defraudarme. Y si se acabó liando con la hija adoptiva de la que era su pareja por entonces, es su problema no el mío. No seré yo quien le juzgue ni deje de juzgar su vida privada. Si en Seatle les gusta mezclar las cosas, peor para ellos. Que sigan comiendo KFC. Y como decía aquel, el que esté libre de culpa, que tire la primera piedra...
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