El otro día había acabado yo mi durísima sesión de ejercicios para el estímulo del tren superior y me encaminé a las duchas con la satisfacción del deber cumplido. En el vestuario me desnudé, me calcé mis chanclas de marca y me envolví la cintura con la toalla intentando darle a aquel improvisado modelo un aire masculino a lo gladiador dejando un poco de vello púbico a la vista. Cogí mi gel de baño a las finas hierbas de la Provence con sales minerales del Mar Muerto y extractos de colágeno de secuoya americana plantada a más de 2000 metros de altitud, y me fui a la ducha tan ricamente. Avanzaba yo con gran aplomo entre hombres semidesnudos intentando darme un aire digno y despreocupado, cuando me encontré de frente a Diego, mi PT. Iba en pelota picada y todavía tenía el cuerpo perlado de gotas de agua de la ducha. ¡Y vaya cuerpo, joder! Hablamos un momento, soy incapaz de acordarme de qué, la verdad. Él se pasaba la toalla por aquí y por allá, secando su piel y poniéndome cada vez más nervioso. Yo intentaba por todos los medios que la vista no se me fuera a su paquete directamente (complejos de marica). Con el cuello bloqueado y la mirada fija en el frente, seguí mi camino como si tal cosa esquivando a los hombres en cueros que salían a mi paso. En estas que pisé sin darme cuenta (por no mirar al suelo!!!!) un charquito de agua dejado por un gilipollas que no se había escurrido lo suficiente en las duchas. La chancla patinó y se me salió, el pie me resbaló y perdí el equilibrio. Hice todos los esfuerzos por no caerme, así que el tropiezo resultó todavía más ridículo. Fui como deslizándome hasta quedar en una especie de genuflexión absurda, con las piernas semiabiertas, una rodilla hincada en el suelo y los brazos en alto (no me preguntéis porqué). Si hubiera de buscar un símil gráfico, creo que lo más parecido a la postura en la que yo me encontraba sería la Pavlova interpretando la Muerte del Cisne. No se muy bien cómo, la toalla que hasta hace poco cubría mis partes, fue a parar un par de metros más allá, mientras que el carísimo gel fue rodando hasta desaparecer debajo de las taquillas. Intenté aparentar que no había pasado nada; el vestuario estaba en ese momento abarrotado de tíos que evitaban mirarme, pero la verdad es que la ingle me había dado un tirón que me hizo ver las estrellas mientras que el muslo de la otra pierna se me desoyó contra uno de los bancos de madera donde un señor se ponía los calcetines. Todo el mundo pasó de mi (por lo menos ahogaron las carcajadas). Me levanté con toda la dignidad de la que fui capaz (que no fue mucha) y al girarme vi al pijo italiano tendiéndome la toalla que se me había caído.
-¿Te has hecho daño?- me preguntó con su cantarín acento.
-No, no. No ha sido nada-, mentí, intentando no cojear ni dejar caer el lagrimón que asomaba amenazante en mis ojos.
-Es que este suelo resbala mucho.
-Sí-, respondí con una sonrisa a la vez que recogía la toalla que me tendía-. Y la gente que no sabe que tiene que secarse en las duchas- añadí en tono alto para que todos me oyeran y el culpable de mi incidente se sintiera muy culpable.
Me alejé apoyándome en el poco decoro que me quedaba. Pero antes de poder esconderme en la cabina de la ducha para intentar recomponer mi maltrecha dignidad y mis magulladas piernas, tuve que volver al lugar del accidente, agacharme ignominiosamente a cuatro patas y, con el culo en pompa, buscar bajo las taquilla el puto gel de las secuoyas de la Provence de los cojones. Mientras el agua caliente caía sobre mi piel, pude por fin recomponerme un poco y frotarme las zonas doloridas. Y reflexioné. No se puede juzgar a nadie a primera vista, me dije. Y admití que había sido injusto con el pijo italiano.
Pocos días después, estaba yo dándome un baño relajante en la zona de aguas del gimnasio cuando oí que alguien se acercaba. Era el italiano y venía acompañado de una chica. Se acabó el relax. Se metieron en la misma piscina que yo y estuvieron cuchicheando y riendo todo el rato. Y seguro que bajo el baño de burbujas, estaban haciendo manitas. Me levanté a media sesión y me fui. No, no me había equivocado: el italiano era un gilipollas. Con matices pero gilipollas al fin y al cabo.
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