31 oct 2010

El Invitado



Hace ya tiempo, mucho tiempo que no celebro la noche de difuntos. Mis amigos organizan un gran encuentro y año tras año insisten en que les acompañe, pero siempre pongo alguna excusa. Se hartan de pan con tomate y embutidos y se achispan con vino y luego asan castañas en la chimenea que se comen media noche mientras explican historias de miedo. Antes yo acudía siempre, más que nada por que me aterraba quedarme sólo. Ahora, prefiero pasar la noche de difuntos en soledad, aunque me muera de miedo.

Cómo ya he explicado en algún otro sitio de este blog, mi padre se fue vivir al campo cuando yo era niño. Más que al campo, al bosque. Se instaló en una urbanización en la ladera del Montseny, en una casa muy apartada de todo pero que tenía una vista espectacular sobre el Turó de l'Home. Mis hermanas y yo vivíamos oficialmente con mi madre, pero solíamos pasar parte del verano y algunos fines de semana en la casa de mi padre. Allí frecuentaba un grupo de chicos de mi edad, entre 13 y 15 años con el que salía a divertirme. Algunos eran veraneantes de la urbanización, como yo, y otros eran oriundos del pueblo con el que lindaba. El centro neurálgico era el pub que respondía al ridículo nombre de Rana 2000 (por aquella época, el año 2000 quedaba todavía muy lejos y era sinónimo de modernidad y futuro halagüeño). Los del pueblo se burlaban de los de la urbanización y nos llamaban pardillos. Los de ciudad nos burlábamos de los del pueblo y les llamábamos paletos. A pesar de esos piques, había buen rollo en general y nos divertíamos bastante.
Yo tenía mucha amistad con unos hermanos mellizos oriundos del pueblo y que respondían a los terribles nombres de Arcadio y Balbino. Ambos eran más bien bajitos y delgados aunque con mucho nervio. Esos eran los únicos rasgos que tenían en común ya que por lo demás eran completamente diferentes: uno era pelirojo, como su madre, la tendera del pueblo, y el otro era mas bien moreno y más serio. Eso sí, siempre iban juntos y se llevaban la mar de bien.
Un otoño mi padre me dijo que mi primo Vicentín iba a venir a pasar con nosotros el fin de semana de Todos los Santos. Por aquel entonces yo tenía muy buena relación con mi primo Vicentín. Cada verano pasaba algunos días en su casa, en Alicante, para Les Fogueres. Mi primo tenía dos años más que yo y eso cuando eres adolescente, es un mundo. Él había dado ya el estirón y fumaba y bebía cerveza, y todo eso me parecía el colmo de la madurez. Así que cuando mi padre me anunció lo de Vicentín, empecé a pensar qué podía organizar para impresionarle.
Cerca de la urbanización, a unos 30 minutos caminando bosque adentro, había una ermita pequeña adosada a un cementerio. Las excursiones a la ermita era frecuentes pues el camino hasta allí era bonito y se cruzaba el frondoso bosque por caminos y vericuetos salpicados de riachuelos, fuentes, musgo e incluso un dolmen. Se me ocurrió que podíamos ir a la ermita la Noche de Difuntos. Eso seguro que impresionaría a mi primo Vicentín. Lo comenté con mis amigos y todos se apuntaron.
Aquel día estuvo lloviendo hasta el atardecer. Habíamos quedado a las 22.00 h, justo después de cenar, en la curva de la carretera de la que partía el camino hacia la ermita. Mi primo y yo llegamos allí y aparcamos la moto, una Montesa Cota 123 con la que yo me movía por la urbanización. Berta y Yolanda estaban esperando ya. A Yolanda le gustaba mi primo Vicente, eso saltaba al a vista, y había convencido a la pobre Berta para que nos acompañara en nuestra excursión nocturna. El resto parecía haberse rajado por la lluvia, o se había quedado viendo una peli o directamente sus padres no les habían dejado salir. Un fracaso. Al poco llegó la Derbi Paleta de Los Napias. Arcadio y Balbino tenían unas señoras narices de considerables proporciones que daban pie a todo tipo de burlas y apodos. Esa noche Balbino se presentó solo. Nos dijo que su hermano había preferido quedarse en casa. La verdad es nos sorprendió porque los dos eran inseparables como ya he comentado. Éramos cinco en total, lo que me parecía a todas luces insuficiente, la verdad. Tuve claro que no era buena idea idea continuar con aquello; me asustaba cruzar aquel oscuro bosque amenazante con tan escasa compañía y el cielo amenazando aguaceros, pero por supuesto no dije nada. Total, nos pusimos en marcha a pie.
Ya no llovía pero la noche estaba encapotada por lo que había algo más de claridad que si hubiera estado despejada. El tiempo era desapacible, se había levantado algo de viento y había mucha humedad. El camino estaba resbaladizo y teníamos que avanzar pendientes del suelo para ir sorteando los charcos. La única que parecía encantada era Yoli que, con la excusa, se había agarrado del brazo de Vicentín y no se soltaba ni cuando era éste el que resbalaba. El resto íbamos por libre. El viento mecía las copas de los árboles que siseaban, como si comentaran de nosotros, y no se escuchaba ni un sonido más; ni pájaros, ni coches ni perros en la distancia. Todo parecía tétricamente silencioso. Balbino avanzaba muy rápido y nos metía prisa, cómo si tuviera prisa por llegar a la ermita.
A medida que nos acercamos, lo primero que vimos fue el campanario de aquella pequeña iglesia sobresaliendo por entre las copas de lo árboles, intentado arañar las nubes con su pararayos. Aquella noche el campanario me pareció extrañamente siniestro, de un negro opaco, recortado sobre las nubes rosadas. El camino daba un rodeo importante que suponía unos 10 minutos caminando para llegar a la entrada principal; la otra opción era atajar cruzando el bosque hasta el claro de la ermita, lo que llevaba apenas dos o tres minutos. Siempre solíamos optar por el atajo, incluso esa noche, a pesar de que el bosque estaba oscuro y siniestro como la boca de un lobo.
Cruzamos entre los árboles en silencio y salimos al claro, a un lateral del camposanto. El cielo estaba más encampotado si cabe y las espesas capas de nubes se movían cada vez más rápido sobre el cementerio. Además de vez en cuando estallaban truenos y el viento arreciaba.
La ermita y el cementerio estaban en medio de aquel misterioso bosque, en un rectángulo despejado cuyos árboles habían sido talados a tal efecto. El cementerio era pequeño y estaba cerrado a cal y canto; la puerta metálica había sido asegurada con un par de gruesas cadenas; al parecer había sufrido actos vandálicos en alguna ocasión. Junto a la tapia de atrás del cementerio había amontonada ropa vieja, que según se decía era de los muertos, y un par de ataudes abiertos apoyados contra la pared, vacios, por supuesto y en mal estado. Uno de los ataudes era pequeño, por lo que debía haber pertenecido a un niño. La madera de las cajas presentaba ya síntomas de podredumbre y el interior acolchado estaba hecho girones. Era tradición rodear el cementerio y visitar los macabros ataúdes y el montón de ropas pestilentes, aunque para eso hubiera que abrirse camino entre las zarzas. Por mi parte me hubiera ahorrado esa tradicional visita, me daban muy mal rollo y no podía dejar de pensar que un día me iban a meter a mi también en una caja parecida. Pero Balbino insistió. Con un palo empezó a abrir camino entre la maleza que cubría esa parte trasera y descuidada del cementerio. La verdad es que mi amigo parecía a sus anchas, en absoluto asustado, e iba haciendo bromitas tontas. Se escondía en el bosque, desapareciendo de nuestra vista, para aparecer por otro lado intentando asustarnos. Quería impresionar a Berta que según me había dicho en alguna ocasión, le gustaba, pero sin ningún éxito. La muchacha empezaba a tener miedo de verdad y se mosqueó; no le hacían ninguna gracia aquellas tonterías de crío. El resto también estabamos algo cagados de miedo. Pero, de eso se trataba, ¿no? De pasar miedo la noche de difuntos.
Nos encaramamos al muro que protegía el cementerio y nos sentamos allí, en el límite entre el mundo de los vivos y el lugar de los muertos. El bosque quedaba a unos escasos cinco o seis metros de nosotros, pero era tan espeso que no se veía nada más allá de los primeros árboles. Empezamos a explicar anécdotas y películas de miedo cuando de pronto empezamos a oír ruidos que venían de la espesura. Por encima de rumor del viento y del fruncir de las copas de los árboles, se oían pisadas, ramas que se rompían y el quejido de la hojarasca al ser aplastada. No había duda, no eran fruto de nuestra imaginación ni eran ruidos provocados por el viento nocturno; alguien estaba caminando por el interior impenetrable del bosque. Aquel miedo imaginario que nos había estado rondado desde que iniciáramos aquella macabra excursión, se materializo de pronto: era innegable que allí había alguien. Nos asustamos todos mucho. Para acabarlo de empeorar, la campana empezó a sonar lánguidamente, movida por el viento seguramente, pero su lento tañir sugería que estaba mecida por manos fantasmales. Yolanda empezó a llorar. De pronto, acompañando las pisadas, aparecieron unas luces, luces pequeñas y titilantes, que se movían siguiendo el ruido de los pasos. Quien quiera que estuviera caminado por allí, había encendido un mechero, y se paseaba arriba y abajo por el interior del bosque, con pasos lentos, mostrando la llama inestable. Al poco, otras dos luces más se prendieron en diferentes zonas. Se veían tres llamitas, por lo que debían haber tres personas, como mínimo paseando en la oscuridad. La escena era aterradora. Recuerdo que, para mi sorpresa y a pesar de lo acojonado que estaba, tuve la lucidez mental de discernir que alguien nos estaba gastando una broma. Ni a mí, ni a ninguno de los que allí estábamos, se nos ocurrió pensar que aquellos que estaban por allí paseando eran realmente difuntos que nos acechaban. Comprendí, quise creer, que algunos de los amigos que habían dicho que al final no venían, se habían conchabado para asustarnos. Entre ellos, Arcadio, el inseparable hermano pelirrojo de Balbino. Por eso Balbino se mostraba tan suelto y risueño.
Balbino parecía estar pasándoselo en grande. Nos dijo que aquellas luces eran las ánimas errantes de la Santa Compaña que nos tenían rodeados. Intentó decirlo en serio, pero se le escapaba la risa. Y nos animó a que nos internáramos en el bosque a ver a las almas en pena vagando alrededor de la parroquia, intentado llegar al cielo a través de aquel pequeño cementerio. Bien mirado, la historia tenía su gracia pero ni por un momento le hicimos caso. Nos negamos en redondo a bajarnos de aquel muro, no queríamos dar pie a que nos asustaran más todavía. Berta recordó que alguno de nuestros amigos tenía un disfraz de esqueleto fosforescente. ¡Lo que nos faltaba! Si aparecía por allí en medio del bosque un tío disfrazado de esqueleto me daba algo, por mucho que supiera que se trataba de un mero susto. Pero Balbino se puso terco. Saltó al suelo y nos dijo medio enfadado que le acompañáramos o se metería él sólo en el bosque y nos dejaría allí. Le dijimos que fuera y le dijera a los otros que como broma ya había estado bien y que nos dejaran en paz. Berta, Yolanda, Vicentín y un servidor nos quedamos allí, encaramados a aquel muro desde donde por lo menos teníamos mejor visión de conjunto y si al final se decidían querían salir de la oscuridad del bosque a asustarnos. A medida que Balbino se acercaba a los árboles, las tres luces fueron a su encuentro. Balbino se perdió en la espesura y las tres llamitas se apagaron. Nos pareció escuchar unas risas que vinieron a confirmar nuestras sospechas. A partir de aquel momento no oímos ni más pisadas ni vimos más luces. Hasta el lastimero tañir de la campana se desvaneció también. Todo pareció volver a la normalidad, pero teníamos claro que el resto de nuestros amigos estaban esperando que cruzáramos el bosque para darnos un susto de muerte. Seguimos encaramados un buen rato más en el muro, cada vez más cerca unos de otros. Decidimos contarnos películas de risa y hablar de temas alegres. Estábamos tan asustados que yo creo que hubiéramos aguantado allí hasta el amanecer si no fuera porque empezó a llover. Nos estábamos empapando hasta los huesos y no podíamos quedarnos allí a riesgo de pillar una pulmonía. Además hacía ya como una hora que Balbino se había ido y no se habían vuelto a ver luces ni a oír pisadas. Cabía la esperanza de que, artos de esperar, nuestros amigos gamberros se hubieran marchado también. Bajamos del muro y nos pusimos en marcha. Nos abrazamos los cuatro y nos pusimos en marcha siguiendo el camino oficial, sin internarnos en el atajo que cruzaba el bosque. Para ahuyentar el miedo, empezamos a cantar canciones de niños, de series, de dibujos animados, de lo que fuera mientras fueran canciones alegres... Ya no nos importaba pisar los charcos ni mancharnos de barro, la cuestión era llegar a la civilización lo antes posible. Recuerdo el alivio que sentí cuando por fin, tras una caminata que se me hizo eterna, vimos las primeras casas de la urbanización. A la carrera, llegamos a la carretera donde cada uno cogió su moto y nos dirigimos a nuestras casas respectivas. La Derbi Paleta de Balbino seguía allí, pero en aquel momento ninguno reparamos en ello.
Mi primo Vicentín volvió a Alicante a los dos días y yo pillé un constipado tal esa noche que no me permitió ir al cole aquella semana. Una tarde, mientras me recuperaba en la cama, mi padre me dijo con semblante severo que me vistiera y que bajara al comedor. Allí habían dos agentes de la Guardia Civil que me preguntaron qué había pasado la Noche de Difuntos. Sería más preciso decir que me interrogaron porque su tono era serio y acusador. Yo les respondí lo que sabía. Insistieron mucho en cómo se había producido la marcha de Balbino y por qué no le habíamos acompañado. Yo no sabía a que venía todo aquello pero supuse que algo grave había sucedido. Llegó un punto en que el tono que utilizaban los policías era tan agresivo que mi padre intervino. Una vez se hubieron marchado me contó que Balbino había desaparecido. Que desde la Noche de Difuntos nadie había vuelto a saber de él; en el pueblo no se hablaba de otra cosa. Me quedé de piedra. Supuse que mi amigo habría resbalado y se habría roto una pierna o algo así. Pero, ¿y su hermano? ¿y los amigos con los que estaba conchabado? ¿No le habían ayudado? No entendía nada. Al día siguiente mi padre me llevó a casa de la familia de Balbino, con los que había cierta amistad. Allí, ante su madre llorosa y su padre más serio que un muerto, volví a explicar la versión de los hechos. Arcadio, que también estaba presente en la reunión, confirmó lo que habíamos sospechado. Él y otros chicos del pueblo habían quedado con Balbino para asustarnos a los niñatos de ciudad. Pero al final se habían quedado en el Rana 2000 jugando al futbolín. Además la noche amenazaba tormenta y no les apetecía mojarse.
Balbino había desaparecido.
Se organizaron batidas por el bosque para encontrarlo. Yo quise participar, pues me sentía culpable. Pero mi padre me envió de nuevo a casa de mi madre y de vuelta al cole. No querían que me involucrara más en aquel desagradable asunto. Pero aún en la supuesta seguridad de mi casa en la ciudad, una pregunta no me dejaba de obsesionarme: si Arcadio y sus amigos se habían quedado en el Rana 2000, como habían confirmado una veintena de testigos, ¿quienes eran los que se habían paseado entre los árboles con los mecheros prendidos aquella Noche de Difuntos? Aún hoy en día esa cuestión me causa pesadillas. ¿Qué había allí aquella noche?
Balbino no apareció nunca más, ni vivo ni muerto. La policía nos tomó declaración a mi primo Vicente, a Berta, a Yolanda y a mi. Supongo que al ser nuestras historias bastante coincidentes, no nos incordiaron más. Yo no volví a casa de mi padre hasta el verano siguiente y a regañadientes, para la celebración de su cumpleaños. Ya no era lo mismo, allí me sentía intranquilo e incómodo. Desde entonces he vuelto en contadas ocasiones y aún hoy en día la evito. Y jamás volví al pueblo. Tampoco sé que fue de la familia de Balbino; creo que vendieron el negocio y volvieron a su Galicia natal. El otoño siguiente, casi un año después de la desaparición de Balbino, una familia que salió a buscar setas, encontró en el bosque unas ropas, una camisa y un jersey concretamente, en bastante mal estado. Se confirmó que eran las ropas que Balbino llevara aquella fatídica noche. Y lo que era peor, estaban desgarradas y manchadas de sangre, de la sangre del propio Balbino. Cuando supe de la noticia entré en estado de shock.
He necesitado años de terapia para superar lo ocurrido y he llegado a asumir que aquel desgraciado incidente irá conmigo el resto de mi vida, haga lo que haga, vaya donde vaya, viva donde viva. También ahora puedo decir que sé que el mal existe. Fuera lo que le pasara al pobre Bambino, fue obra de el mal.
Desde aquel incidente, odio la Noche de Difuntos. No es para menos. Antes intentaba rodearme de gente para crear a mi alrededor una ficticia sensación de seguridad. Pero incluso en las fiestas más concurridas, jamás he sentido un ápice de resguardo. Así que he asumido mi destino y aceptado la realidad tal cual es. Estoy solo. Estamos solos. Desde aquella fatídica excursión de mis trece años, todas las Noches de Difuntos, Balbino viene a visitarme. Sí, sé que suena absurdo, sé que los fantasmas no existen, todo eso ya lo sé. Quizás me estoy volviendo loco, también es posible, a estas alturas, todo es posible, la verdad. Yo lo único que sé es que Balbino vuelve siempre. Año tras año. Al principio era sólo una sombra, una percepción, un espejismo... Pero de un tiempo a esta parte, se va haciendo más patente y se materializa de forma más visible. Una vez lo vi en una película de cine, en un rincón de la pantalla, tras la acción, mirándome a mí, fijamente. Otra vez en un video juego en el que me había sumido para distraerme. Otro año lo vi al otro lado de la calle mirándome entre la gente que esperaba para cruzar, otra vez en el lavabo de una discoteca, meando a mi lado, dolorosamente pálido para desaparecer luego entre la multitud. Sigue siendo aquel muchacho adolescente canijo y delgado, pero está triste y ojeroso y siempre mojado por la lluvia, aunque ese año, el Día de Difuntos haya sido soleado y seco. Mis amigos se ríen de mi, les hace mucha gracia y se burlan de Balbino. Mi psicólogo jamás me creyó, por mucho que intentara ponerse en mi lugar y me hablara con palabras amables. Incluso a mi mismo, a veces, me cuesta creerlo. Pero la cuestión es que año tras año vuelve. De Berta y Yolanda perdí totalmente la pista, pero una vez se lo pregunté a mi primo Vicente, o mejor dicho, intenté preguntarselo. Hace tres veranos mi tía Ana nos convocó a todos sus sobrinos a su casa en Madrid para celebrar el cumpleaños de su madre, nuestra abuela, que estaba ya muy pachucha. Aproveché un momento en el que nos quedamos en un aparte Vicente y yo para sacar el tema. No me contestó siquiera, desvió la cuestión y llamó a su mujer, una chica rusa con aspecto de prostituta con la que se acababa de casar, y empezó a comentar chorradas a la vez que reía nerviosamente. Luego estuvo evitándome el resto de la velada. Pero por unos instantes, mientras le planteaba el tema, en sus ojos leí miedo, un terror atroz, más profundo si cabe que el que yo sentía. Lo supe: mi primo Vicente también veía a nuestro amigo muerto, a pesar de que se lo negara. Es una opción. Así que he asumido que tengo que enfrentarme a esto yo sólo.
Sé lo que Balbino quiere, sé por qué me visita cada año: quiere que vuelva una noche de difuntos a aquella ermita en medio de aquel maldito bosque en el que desapareció para descubrir qué pasó. Cada año me prometo ir, pero el miedo me atenaza y en el último momento me bloquea. He intentado ir en verano, a plena luz del día para romper el terror que me hiela la sangre, pero soy incapaz aunque sé que no tengo elección. Lo más terrorífico de todo es que sé que si no voy por mi propia voluntad, él me llevará a rastras aunque sea. Por eso Balbino se va haciendo cada vez más presente, cada vez está más impaciente y reclama mi presencia; quiere presionarme pues su paciencia o su tiempo se está acabando.
Ahora estoy sentado frente al ordenador, intentando poner mis ideas en orden y escribir este relato para ti, amigo invisible, como quien hace un exorcismo. En mi piso vacío y a oscuras sólo se escucha el ruido de la nevera en la cocina. Ni vecinos, ni trafico. Todo está en fantasmal silencio. Estoy solo. Sólo se escucha la nevera y el tictac del reloj del salón... Y el inquietante repiqueteo de las gotas de agua que caen al suelo. Gotas de lluvia que resbalan sobre el cuerpo sin vida de mi invitado. No me atrevo a moverme, no soy capaz nada más que de teclear. Estoy invadido por el olor a tierra mojada y a hojas en descomposición, el profundo olor a bosque mohoso. Y puedo percibir el frío de la noche en mi nuca. El frío de la noche lluviosa de campo. Sé que ahora mismo Balbino está detrás de mi. Lo percibo. No lo oigo pues Balbino ya no respira, pero lo siento. Lo tengo a mi espalda a escasos centímetro. Soy incapaz de girarme. No, no me ha tocado todavía, pero en breve lo hará. Su tacto gélido de muerto sobre mi. Se me acaba el tiempo y sé que tarde o temprano tendré que enfrentarme a él y acompañarle. Por favor, Dios, que no sea esta noche. Balbino te prometo que el año que viene iré a la ermita. ¡Te lo juro por lo más sagrado! Pero vete ya. Ahora mismo lo único que puedo hacer es teclear y teclear y mantenerme ocupado intentando distraer su atención, distraer mi atención. A pesar de que sé que es inútil. ¿Me estaré volviéndo loco? Lo único que espero es que al compartir esta historia contigo, amigo anónimo, no te haga cómplice de mi maldición. Espero que no empieces tu también a recibir la visita de Balbino. Sólo te pido una cosa, ten cuidado si sientes una brisa en tu nuca o si de pronto te invade el olor a humedad, y sobre todo ten cuidado cuando te gires, no vaya a ser que Balbino esté allí esperándote a ti también, y te clave la vista con sus terribles ojos blancos sin vida.

2 comentarios:

  1. Fantastico Laurus, tu relato me ha encantado, al final sentía el aliento de Balbino en mi nuca...continua asi

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  2. Empecé a leer esta historia ayer por la noche, pero enseguida tuve que dejarlo pues me encontraba sola en casa y no me atreví, sentía demasiado miedo.
    Hoy no estoy sola y he podido leer hasta el final. La historia me ha parecido interesante e inquietante aunque me ha dejado una mala sensación. Me ha dado mucha pena Balbino, que murió tan joven y en circunstancias tan terribles.. Me da también mucha pena el primo Vicente, que vive atormentado y si poder afrontar sus miedos, engañándose y negando la realidad...
    Pero sobretodo me preocupas tu, querido Laurus, que a pesar de haber recorrido buena parte del camino, no eres capaz de cerrar página.
    Has sido capaz de agarrar por el cuello el fantasma de tu interior, le has podido mirar a la cara e incluso le has puesto nombre... Pero en cambio, no eres capaz de explicarle la verdad: de decirle que está muerto, que te tiene que dejar en paz, que él pertenece a otro mundo, que no quieres saber nada de él, que no fue culpa tuya,... pero tu no lo haces, y te sigues atormentado intentando convencerte de que algún día volverás a revivir la historia para poder resolver el enigma...
    Los peores fantasmas son los que llevamos dentro, pero sobretodo, los que llevamos dentro y seguimos alimentando cada día.
    Si quieres un consejo querido amigo: deja de darle de comer!
    Ah, otra cosa... cambia de psicólogo!

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