24 sept 2010

Ruí, su familia y la madre que lo parió


Esta simpática campesina que aparece en la foto es ni más ni menos que el Papa Benedicto XVI disfrutando de unas vacaciones en la campiña italiana. Y esta foto ha sido la causante de una tonta discusión vía messenger entre mi amigo Ruí y yo. La instantánea corre por internet desde hace ya un par de años, pero Ruí la desconocía, así que se la he enviado. Tras dos largos minutos de silencio me ha dicho que le parecía irrespetuosa y que no le gustaba. Me ha dejado de piedra. Ruí no es para nada religioso y mucho menos católico, así que sinceramente no acabo de entender a que viene su enfado. Hemos discutido un buen rato sobre lo mucho que la iglesia nos ha puteado a los gays desde el inicio de sus historia y al final nos hemos despedido de malas maneras. Incomprensible, la verdad.
Yo creo sinceramente que lo que realmente le ha ofendido es que le dijera que el Papa en esta foto tenía un aire a su madre. Y es cierto. Le pones una trenza, le pones bigote y le quitas esa sonrisa bonachona y es clavadito a la Sra. Madeira.

Tuve la oportunidad de conocer a esa buena mujer una Semana Santa que me dio el arrebato de querer irme de la ciudad y reencontrarme con las bondades del campo. Ruí había vuelto a su pueblo natal, cerca de Oporto después de pasar varios años en España. Siempre había hablado con añoranza de esa maravillosa zona de Portugal así que un día muy agobiado por el gilipollas de mi jefe, me compré un billete de avión y para allí que me fui.
Ruí me vino a recoger al aeropuerto en la destartalada furgoneta de su hermano, pues su coche estaba en el taller. El camino hasta Poncelos duró como hora y media. Ruí se había instalado en la casa familiar hasta encontrar algo más apropiado. La casa llevaba vacía varios años pues todos los hermanos (siete en total) se habían marchado y su madre se había ido a vivir con una de las hijas cuando se quedó viuda. Me comentó que estaríamos muy tranquilos porque a aquella casa ya no iba nadie ya. La verdad, me alegré, no tenía yo muchas ganas de conocer a nadie ni de andar haciendo el paripé. Me apetecía leer, dar paseos, escuchar música... Vamos lo que uno piensa que se hace en el campo.
La casa… ¿Cómo podría decirlo de forma suave? La casa era espantosa. Aquello no era una casa antigua, era simplemente vieja. Si me llegan a decir que allí vivía un psicokiller que descuartiza viejas en el sótano, me lo hubiera creído a pies juntillas. Era una construcción de ladrillo remozada de cemento y sin pintar de una sola planta y levantada del suelo como un metro. Aún así dentro hacía un frío y una humedad que te calaba hasta los huesos. Entendí que los seis hermanos de Ruí y la madre no es que se hubieran marchado, es que habían huido de aquel lugar a la menor ocasión. El Motel Bates hubiera parecido el colmo del encanto al lado de aquel caserón.
Ruí hacía vida en la cocina y en su habitación, entre ambos había un comedor que parecía decorado por la hermana del Conde Drácula. Todo era de madera oscura y pesada. La mesa era grande y solemne y estaba rodeada de sillas con unos respaldos altísimos acabados en filigranas. A un lado había un chifonier polvoriento del mismo estilo sobre el que descansaban unas tétricas fotos parientes muertos hacía décadas y en frente, presidiendo aquel comedor, había el crucifijo más macabro que había visto en mi vida. Pasar por allí me daba un yuyu tremendo, sobretodo de noche. Pero intenté sacarme de encima esa vena cínica que me domina y no darle tanta importancia a los temas banales. Pensé que, total, con algunos muebles (de Ikea mismo) y varias manos de pintura que cubrieran aquel horroroso color verde piscina con el que habían pintando las paredes, todo luciría mucho más acogedor. No me atreví a asomarme siquiera al resto de las habitaciones.
A partir de aquel momento, aquel largo fin de semana fue un rosario. Para empezar, nos quedamos sin la destartalada furgoneta, que de la noche a la mañana desapareció. Así que no podíamos movernos de aquel villorio de mala muerte. Por mucho que Ruí se empeñara en llamarlo pueblo, aquello no era más que un puñado de feas casas desperdigadas sin orden ni gracia unidas entre sí por caminos sin asfaltar. Punto. Reconozco, eso sí, que el entorno era bonito y muy verde. Pero a la porra las excursiones a Braga y las visitas a Oporto. A mi no me dio tiempo ni a cabrearme siquiera porque a partir de ese momento empezaron a aparecer por allí familiares organizados por turnos, como para minar mi moral. Sí, esos familiares que no venían nunca, allí estaban. Una hermana, un primo, la vecina. Un sobrino de Ruí venía exclusivamente a conectarse al messenger y bajar música de internet y andaba por allí como Pedro por su casa. A la que me relajaba, ya estaba alguien allí de nuevo. Incluso hubo una mañana que, mientras Ruí y yo tomábamos una ducha erótico festiva juntos (no bebas el agua de la ducha me avisó él, como para evitar que pudiera bajar la guardia incluso en aquellos momentos) se presentó su tío de Francia. ¡Hasta el tío de Francia vino de visita aquella Semana Santa! Para colmo empezó a aporrear la puerta del baño pues al parecer se estaba meando. Tuvimos que improvisar toda una estrategia para salir mínimamente airosos de aquel trance.
Ellos me miraban a mi con curiosidad. Yo sonreía esperando que Ruí nos presentara, pero este actuaba como si yo no existiera.
-¿Porque no me presentas a tus familiares?- le pregunté.
Sin llegar a comprender lo absurdo de aquella cuestión, me respondió que yo le había dicho que no quería conocer a nadie. Sí era cierto, yo no quería ir a conocer a nadie, pero si se presentaban en la casa donde estábamos confinados lo normal era, como mínimo hacer una presentación, ¿no?

-¡Vamos a comer a un bar, a un restaurante de carretera! ¡Vámonos donde sea!-, le supliqué el segundo día.
Ruí negó con la cabeza. Allí no había nada. Pero nada de nada.
-Un bareto, un puticlub, lo que sea.
-Aquí no hay hada Peque. Pero te voy a cocinar un bacalao con arroz muy bueno-, respondió con entusiasmo. Y empezó a trajinar por la cocina. Yo salí al patio y me senté en una silla de madera frente a lo que se suponía que era un huerto pero que no era mas que un barrizal pestilente. Por lo menos hacía solecito, pero aquellas sillas eran muy tiesas y no se podía ni siquiera leer cómodamente. A mi lado había un pequeño armario apoyado contra la pared en el que estaban encerradas dos gallinas que no paraban de picotear las puertas.
-Son muy malas. ¡Se quieren escapar!- dijo Ruí ofendido de que las gallinas no valoraran el confortable interior de aquel minúsculo armario en el que estaban encarceladas.
Yo me largué a dar una vuelta. Me propuse llegar a un pequeño núcleo urbano que veía más allá de la carretera. Me puse de barro hasta media pantorrilla, pero lo conseguí. En el super, más surtido que el de Pontelos, me compré una bolsa de patatas que me comí sentado en un arcén de la carretera.
Por la tarde apareció la Sra. Madeira. Ruí lanzó una maldición a la que ella no hizo ni caso. Sin decir palabra se comió el bacalao que nos había sobrado de la comida y se sentó en una silla a ver la tele. No, tampoco había sofá alguno en la casa.
Aquella tarde empezó a llover. A la media hora la lluvia se filtraba por la pared de la cocina que daba a la ladera de la colina. Nos pasamos las tres horas siguientes achicando agua a las órdenes de la Sra. Madeira.
Aquella mujer ya no se movió de esa casa, incluso durmió allí. Ruí estaba que se subía por las paredes. Yo había tirado la toalla hacía tiempo. De vez en cuando ella se sentaba a mi lado y me hablaba. Yo no entendía ni papa de lo que me decía.
-Ruí, tu madre me está hablando y no se lo que me dice-, comenté un tanto incómodo a mi amigo.
-No le hagas caso. Ha venido a molestar. Es una pesada, no le contestes-, me decía como si ella no estuviera allí.
En una de estas de pronto oímos un gran estruendo en el exterior. Cuando salimos vimos a las gallinas por allí sueltas defendiéndose del ataque mortal de los cinco gatos que vivían también en aquel patio. Se montó un cristo de cuidado. Ruí logró salvar a las gallinas y meterlas en el armario de nuevo. Pero se llevó varios zarpazos, alguno profundo, y muchos picotazos. Estaba muy cabreado con su madre por haber abierto el armario de las gallinas.
-Es mala. Lo hace a propósito- dijo mientras yo le aplicaba betanide en las heridas.
Le creí. Mientras el pobre Ruí intentaba apartar a los gatos a manotazos, la madre contemplaba la escena complacida. Tuve la certeza de que aquella anciana de ojos entelados y caminares lentos y tranquilos era una arpía de cuidado.
Como guinda final a aquella gloriosa Semana Santa, estuve a punto de perder el avión. Todos los familiares que se habían presentado por turnos por allí hasta aquel momento, desaparecieron del mapa justo cuando nos había falta pedir prestado algún medio de transporte para llevarme al aeropuerto. ¿Taxis? ¿Allí? ¡Vamos hombre! Cuando empezaba a resignarme a tener que pasar allí una noche más, la madre de Ruí fue a hablar con una vecina y a los tres minutos teníamos un coche a nuestra disposición. In extremis, pero a tiempo. Le agradecí profundamente el gesto, pero tuve claro lo que quería aquella tipa era que me alejara lo antes posible de su hijo.

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