Quedamos una tarde en un bar del centro. Llegué con cinco minutos de antelación, como suelo hacer siempre. Me gusta ponerme en un lugar estratégico para poderles observar cuando se aproximan, ver cómo se mueven, cómo miran, cómo caminan; así juego con unos instantes de ventaja. Los expertos dicen que en las primeras citas la comunicación no verbal aporta el 80 % de la información que recibimos de otra persona. Por chat esa información se pierde, lo que recibes es ese 20% residual, la parte intelectual, que a nivel de atracción parece ser la menos importante. Las fotos del perfil ayudan a hacerse una idea de cómo puede ser esa otra persona y la conversación virtual te asegura que por lo menos es lo suficientemente interesante como para poder tomar un agradable café o cerveza juntos. Pero hasta que no lo tienes delante en vivo y en directo, hasta que no ves como te mira y como te habla, no sabes si habrá el feeling necesario. Necesario para follar, me refiero, que es para lo que hemos quedado. Sea en uno u otro sentido, lo sabes de forma casi siempre instantánea.
Me dirigía la puerta del bar cuando noté que alguien me tocaba suavemente el brazo. Al girarme, lo vi; era él, que había llegado antes que yo dando al traste con mi pequeña argucia, y esperaba sentado en una mesa de la terraza. Mi primera impresión fue de que era una persona limpia, en todos los sentidos. Tenía una franca sonrisa de dientes muy blancos y regulares y unos ojos verdosos que brillaban con una intensidad tal que parecía estar emocionado constantemente. No era feo, tampoco era guapo, pero llevaba una tupida barba negra muy cuidada y se mostraba tímido, lo que le otorgaba cierto encanto. Llevaba el pelo muy corto e iba vestido con ropa del
Decathlon. Jamás me pondría prenda alguna de ese
paraíso del dominguero, pero reconozco que le daba un aire muy masculino y valoré por encima de todo que fuera limpio. Desconozco las costumbres higiénicas de
Azerbaijan (de donde era oriundo el muchacho) pero, francamente, antes de nuestro encuentro tenía mis dudas al respecto. Con verlo solamente, esas dudas se esfumaron.
El chico era majo, pero como ya había detectado por chat, era desconfiado, algo uraño. Supongo que si yo fuera inmigrante ilegal en un país del que apenas conozco la lengua, sería desconfiado también, o cauto, como mínimo. La verdad es que tras algo más de un año en la ciudad podría haber hecho un esfuerzo por integrarse y aprender el idioma como mínimo, sobretodo por él mismo. De todas formas es fácil opinar en base a las noticias o cifras estadísticas de sin papeles leídas en la comididad de un sofá o un despacho a que alguien te cuente de primera mano sus vivencias personales. En un inglés muy básico -no es que el mío sea para tirar cohetes tampoco, dicho sea de paso- me explicó que vivía en un piso patera con 7 tipos más en el extraradio, que curraba en un locutorio en el que le pagaban 400 €/mes por trabajar nosecuantas horas al día, casi todos los días. Aún así le daba para ahorrar algo y enviarlo a su mujer y su hijo que se habían quedado en su pueblo natal, allá en el Cáucaso.
Muy duro.
A pesar de todo, sonreía y al parecer tenía ganas de follar conmigo. No sé cuantas experiencias homosexuales había tenido, pero supuse que debían ser escasas. Me da la impresión que en Azerbaijan, cómo país musulman, la máxima experiencia marica a la que puedes optar sin ser colgado de los pulgares es ver
Eurovisión; el resto, como que no goza de muy buena prensa.
Tras un par de cervezas ingeridas a palo seco lo empece a encontrar francamente mono y entrañable. E incluso empecé a considerar
trendy su camisa de cuadros de mezclilla de
Quechua así que decidí que, antes de caer más bajo, mejor iba al grano. Le pregunté si se venía a casa, a lo que respondió con destello en la mirada y un tímido movimiento de cabeza. Pagué las cervezas y nos pusimos en marcha.
Se zarandeó ostensiblemente al levantarse de la silla, lo que atribuí al 0,6 g/l de alcohol en sangre que debía llevar, como mínimo. Cuando enfilamos la calle, el muchacho seguía con el meneíllo; quise creer que debido a un socavón en el asfalto. A media calle no había duda: era cojo.
Se me bajó la borrachera de golpe.
No es que se la fuera un poco el pie, no; era bastante cojo. No sé si hay grados de cojera, pero si fuera un terremoto, sería un 5 en la
escala Richter. La verdad, me quedé libido, no lo esperaba. ¡Bueno, qué iba a esperar! Sentado parecía que todo estaba en orden. Marcaba un buen paquete y parecía tener las dos piernas en su sitio. ¡Qué iba yo a saber! Caminamos en silencio bastante rato. Yo fui incapaz de mirarle ni decir nada y él no añadió palabra por su parte. No sabía muy bien ni qué pensar ni qué sentir siquiera. Llamadme caprichoso, pero prefiero que mis amantes -ni que sean para sexo esporádico-, dispongan de todas sus extremidades en condiciones optimas. Por otro lado me sabía mal pensar así, no sabía si tenía derecho o si moralmente estaba bien ni siquiera planteármelo. Él debía de estar dándose cuenta de que a mi me había caído un jarro de agua fría -¡qué digo fría! ¡un jarro de agua helada!- encima, porque yo había pasado de estar ebriamente dicharachero y chispeante a más muerto que una tumba. Pero era incapaz de decir nada. Y para acabarlo de adobar, creía sinceramente que él debería habérmelo comentado previamente. Habíamos quedado para echar un polvo. No habíamos quedado para discutir de moda, ni para jugar del bridge, ni para ir al cine, ni para repasar la prensa del corazón, no. Habíamos quedado para follar, que es algo físico y si a uno no le dicen lo contrario, uno cuenta que todo el físico de su
partenaire, piernas incluidas, estarán en orden. Debería habérmelo comentado y haberme dado la opción de que yo decidiera, por duro que pudiera sonar. Además el hecho que se hubiera presentado antes que yo en el bar y que me esperara sentado, denotaba, a mi entender, que él sabía que su cojera tenía un componente antilujuriante que a mi me podía echar para atrás, por lo que hasta cierto punto había algo de engaño por su parte.
La tensión en esos momentos era tal que seguro que la percibía y lo estaba pasando tan mal como yo. No sabía qué pensar, sinceramente.
Total, caminado lentamente, pero caminando al fin y al cabo, llegamos a mi casa. Era la hora de la verdad y tenía dos opciones: o le daba una excusa y me lo sacaba de encima (total no iba a volverlo a ver nunca más), o subía con él y apechugaba con la situación intentando obviar las extremidades inferiores. La primera opción me daba un corte tremendo, seguro que le iba a doler. La segunda me daba algo de aprensión. Además, no sabía con lo que me iba a encontrar; si con una prótesis de carbono made in china, si con una pata de palo o una pierna deforme.
Un par de semanas más tarde, expuse esta vivencia en una cena de cumpleaños de un colega. Mi querido amigo Alonso se presentó con su vecina, la que le cuida el perro cuando él está de viaje, no recuerdo su nombre. Sólo a mi amigo Alonso se le ocurre presentarse con su vecina a una cena íntima para cortarnos el rollo al resto. En fin... Se produjo un pequeño debate sobre la cuestión en el que hubieron opiniones para todos los gustos. La que estuvo más beligerante fue la cuidadora del perro de Alonso, que se mostró escandalizada por mi falta de sensibilidad. Me dijo que aquel chico no tenía la culpa de su cojera y que mis dudas eran moralmente repugnantes, qué lo importante eran otras cosas y no tanto el físico.
Yo señalé a un hombre que cenaba unas mesas más allá y que era francamente poco agraciado. Le pregunté a la canguro del perro de Alonso si se acostaría con él. Ella me dijo que no porque no le gustaba físicamente. Yo le dije que eso mismo me había pasado a a mi con el chico de Azerbaijan. Físicamente no me gustaba, su defecto en la pierna no me gustaba al igual que a ella no le gustaba ni la nariz ni la papada de aquel hombre. Y nadie era culpable de ello. Ella volvió a la carga con sus argumentos de ONG de tercera y con que debería mostrarme más comprensivo y ser menos superficial, que al final lo que importaban son las personas.
-Tus argumentos se basan en la lástima. Me estás diciendo que debía haberme apiadado de él y haberme acostado con él por lástima-. Di un sorbo de cava para dar más dramatismo a mis palabras. -De todas formas, la próxima vez que me encuentre en esa situación, te llamaré, por que supongo que tú, tan abierta como eres, te has acostado ya con muchos cojos.
He llegado a la sincera conclusión que debía habérmelo dicho. Que fuera cojo influía y mucho en la actividad que habíamos quedado para llevar a cabo. Él debía haber afrontado honestamente su realidad y darme a mi la oportunidad de elegir. ¿Qué hubiera hecho yo entonces? Sinceramente, creo que con las mejores palabras de las que hubiera sido capaz, lo habría rechazado. ¿Y qué hice aquella tarde?
Vivo en un cuarto piso sin ascensor. La subida hasta mi casa fue ardua y larga, lo que me permitió recomponerme y ver las cosas con mayor claridad. Recuperado el resuello y sentados en el sofá, abordé el tema que me angustiaba. Él me dijo que había tenido
poliomelitis de niño que le había dejado en aquella situación. Iba yo a explicarle con todo el tacto que mi muy limitado inglés me permitía, cuales eran mis pensamientos cuando él se me adelantó por segunda vez aquella tarde:
-Si quieres me voy- me dijo.
Su voz parecía normal, pero aquellos ojos que ya de normal brillaban intensamente, ahora lo hacían conteniendo lágrimas. Tragué saliva y le dije que no, que se quedara. Tomé aire y le abracé. No quería ser yo otra decepción en la dura vida de aquel chico.