Cubata: nombre coloquial con el que en España se denomina al cocktail cubalibre. El cubata clásico se preprara en un vaso largo, al que se le añaden dos o tres cubitos de hielo. Se vierten 42 ml de ron añejo y se termina de completar con refresco de cola bien frío. Finalmente se añaden unas gotas de limón y se adorna con una rodaja del mismo cítrico.
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Reconozco que mientras subía en ascensor me temblaban las piernas. Estaba nervioso, sí, por varios motivos. Hacía mucho tiempo que no veía a Magda, quizás más de diez años. Tras la muerte de mi padre ella había insistido en que no perdiéramos el contacto, pero la verdad es que nos fuimos distanciando por desgana mía. Magda había sido la mujer de mi padre. Mejor dicho, había sido la mujer por la cual mi padre había abandonado a mi madre. Siempre se había portado bien conmigo y con mis hermanas, a pesar de lo cual me provocaba sentimientos encontrados. Aquello había sucedido hacía mil años, pero cuando mi prima Bea me llamó para decirme que Magda (la tía Magda, la llamaba ella) estaba enferma, que se estaba muriendo, todas esas emociones sepultadas bajo lustros y lustros de polvo y recuerdos volvieron a aflorar intactas. Me gustaría despedirme de ti, me había dicho textualmente el día que reuní el valor suficiente para llamarla. No hablaba muy bien y a veces costaba entenderla, pero esa frase la comprendí perfectamente. No, no podía negarme. Se lo debía a ella, se lo debía a la memoría de mi padre. Y me lo debía a mi también.
Magda tenía una variante de ELA muy agresiva. Yo no sabía nada de esa enfermedad, pero lo que leí en internet me encogió el corazón. Magda había sido una mujer muy guapa, muy vistosa, con unos grandes ojos verdes y una amplia sonrisa llena de dientes. También era muy dinámica y derrochaba energía. Yo la recordaba llevando troncos del garaje a la chimenea, lavando el todoterreno hasta dejarlo como la patena o bailando animadamente en las fiestas del pueblo al que mi padre y ella se fueron a vivir. Me horrorizaba lo que me podía encontrar, la decrepitud, la miseria, la enfermedad... El sofocante calor de aquella tarde de finales de agosto tampoco ayudaba. La puerta del ascensor se abrió. Salí al corredor, tomé aire y llamé al timbre.
Magda estaba sentada en un sillón, varios almohadones la mantenían erguida. Sus manos descansaban inertes sobre las piernas. Conservaba aún cierta dignidad aunque no podía mover de cuello para abajo y se veía obligada a pedir ayuda para cualquier cosa. Le costaba respirar y hablaba con cierta dificultad. Aún así tenía mucho mejor aspecto de lo que yo esperaba. Tras el grueso cristal de sus gafas percibí el brillo vital de aquellos ojos verdes que un día cautivaron a mi padre. Mi niño, mi niño me dijo con emoción. Su sonrisa llena de dientes era la de siempre, franca y excesiva. Yo le había llevado un ramo de flores que utilicé aquellos primeros instantes para romper el hielo, más por calmarme yo que por otra cosa. Vilma, una de las hijas que había tenido de un matrimonio anterior, estaba allí con ella cuidándola. Nos saludamos emocionados. Estaba más gorda, mucho más gorda. Yo más calvo, mucho más calvo. ¿Cuánto hacía que no nos veíamos Vilma y yo? Casi 15 años, desde el día que esparcimos las cenizas de mi padre por la montaña. Toda una vida.
Hablamos de vaguedades. Del calor, del trabajo, de cómo estaba la familia. Cosas de esas. Me alegró constatar que en esencia Magda era la misma; lo sabía todo sobre el tema que trataramos, fuera cual fuera. Luego pasamos a recordar anécdotas. Magda reía y hacía un esfuerzo importante porque la entendiéramos. Las gafas de gruesos cristales le resbalaban por el puente de la nariz, y me pedía que se las subiera. Hablamos de su madre, que en octubre cumplirá 100 años. ¡Dios, 100 años! Y vive sola en su casa, con una señora que la ayuda, pero ella todavía se vale. Lo que peor me sabe es que mi madre va a enterrar a un segundo hijo, me comentó. El hermano pequeño de Magda murió hace unos años de cáncer.
Al avanzar la tarde Magda señaló un grueso carpesano que había sobre la mesa junto a ella. Es para ti, me dijo. Lo cogí. Pesaba bastante y al abrirlo, me emocioné. Era un álbum con fotos de mi padre, fotos de toda su vida. La comunión, la mili, los amigos, la facultad, mi madre, la boda, los abuelos, los viajes, mis hermanas, yo, la madurez... Toda su vida resumida en un centenar de imágenes. Tengo pocas fotos de mi padre y aquel álbum me lo hizo evocarlo internsamente. Mi pobre padre nunca fue muy fotogénico y sus retratos, algunos ridículos, me hacían reir y llorar al mismo tiempo. Fue un bonito regalo. Las últimas hojas del álbum contenían las fotos de una fiesta de cumpleaños a la que acudimos todos juntos. Era la fiesta del 50 aniversario que un amigo mío celebró por todo lo alto y a la que también invitó a mi padre y su mujer. Juan y mi padre se había conocido a través mío por aquellas cosas del destino. Para mi fue muy bonito tenerlos a los dos juntos. Recordamos entonces uno de los pasajes más importantes de mi vida: cuando le dije a mi padre que era homosexual. Magda se había dado cuenta de mi tendencia sexual, no en vano Vilma, su hija, es lesbiana y ya se había tenido que enfrentar al tema. Mi padre no se lo imaginaba de mí, o no quería ni imaginarlo. Yo tenía todavía 17 años y por aquel entonces las cosas no eran tan explicitas y abiertas como son ahora. Magda me apoyó. Mi padre tardó un año en asumirlo, pero luego, curiosamente, aquella dolorosa confidencia nos unió mucho. Cuando murió, mis hermanas sintieron que les quedaban muchas cosas que decirle a mi padre. Yo no tuve esa sensación. Siempre le agradeceré el esfuerzo que hizo por superar sus prejuicios y comprenderme. Gracias, papá.
Entre anecdotas y emociones dieron las ocho. Magda reclamó la medicina con vehemencia. Yo creí que pedía el tratamiento de verdad, pero Vilma se presentó con un generoso cubata para su madre y otro para ella. Es lo único que realmente me hace sentir mejor, me dijo mirando el combinado con avidez. Recordé que mi padre y ella siempre tomaban un cubata (o dos), al caer la tarde. Vilma colocó el cubata sobre la mesa, al lado de su madre, de manera que moviendo el cuello ésta pudiera chupar de la pajita. Luego le puso un trapo cubriéndole el pecho. ¿Quieres uno?, me preguntó. ¿Quién era yo para romper aquella tradición familiar? Acepté la oferta. No suelo beber y detesto especialmente el ron con cocacola, pero aquella ocasión era especial. No lo carges mucho, que voy en moto, dije.
Magda pegó un buen trago y suspiró. Este es el mejor momento del día, dijo. El único bueno, en realidad. A mi padre y a ella les gustaba bastante beber, para que lo voy a negar. Nunca los vi ebrios, pero sí más contentillos de la cuenta. Con los ánimos templados y la lengua más suelta Magda me explicó lo duro de su existencia, la rabia de sentirse completamente impotente y las ganas que tenía de morir. No podía hacer nada, ni siquiera cambiar el canal de la televisión con el mando sin la ayuda de alguien. Dormía muy mal, medio incorporada en una cama llena de cojines y le costaba respirar. Había hecho el testamento vital y además se había puesto en contacto con una organización médica que ayuda a morir dignamente. Llegado el momento la sedarían de manera que su marcha fuera tranquila y apacible. No me da miedo morir, me dijo. No tragaba bien, un hilillo de cubata resbaló de la comisura de sus labios y fue a parar al trapo que cubría su pecho. ¿Qué se puede decir ante una afirmación así? Yo di un trago del mío, e insistí que la veía bastante bien, sobretodo de ánimo. Magda rió y negó con la cabeza. Estaba animada porque la había ido a ver y porque era fuerte de espíritu. Eso nadie se lo negaba. Pero sus días eran largos y penosos y todo lo que tenía que hacer en la vida, lo había hecho ya. Su única pena era no poder ver crecer a sus nietos y educarles frente a los excesos y mimos con los que les agasajaban sus padres. Magda había estudiado magisterio y al parecer todavía latía en su interior el espíritu de la docencia. Pero las cosas son así, dijo. Y volvió a dar otro trago del que se le escapó otro hilillo. No llegaría a la próxima navidad. Cada vez le costaba más respirar, en breve necesitaría ayuda y no la quería. Nada de tubos ni de sondas, dijo. Por lo menos no tenía dolores, si no ya habría acabado con todo... Menos de cuatro meses. Sentí un vértigo en la boca del estómago, y no era por el cubata.
Reconozco que me aterra la muerte. Como decía Woody Allen, estoy muy en contra de la muerte. Un día saldrá el sol y yo no lo veré... Supongo que se trata de algo de egocentrismo mal entendido, de pensar que todo pasa a traves de uno mismo, cuando en el fondo no somos nada...
Me acabé el cubata cuando el sol se ponía tras los edificios. El cielo cambiaba de celeste a añil rápidamente y los ruidos de la calle eran menos estridentes. Todo empezaba a languidecer. Me despedí de Magda. La abracé durante algunos largos segundos y prometí volver a verla. Vilma me acompañó hasta el ascensor. Me comentó que en general lo llevaba bien. Le había costado asumir la enfermedad de su madre pero ahora ya estaba muy mentalizada. La crítica situación que les había tocado vivir le había hecho aprender mucho de si misma. Aún así a veces el ambiente era tan intenso que necesitaba escaparse un par o tres de horas.
En la calle seguía haciendo bochorno. Cóloque la bolsa con el album de fotos entre mis piernas, y me puse el casco. De regreso a casa, conduciendo la moto por las calles de la ciudad, se me escaparon algunas lágrimas. Por Madga, por mi padre, por mi... Y por el efecto del ron en mi estómago vacío.
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