13 ene 2011

El Principe de San Petersburgo


De pie, erguido sobre la muralla, soporta con entereza el envite de la gélida brisa. Los otros hace tiempo que se fueron ya. Su figura, sometida por el aire que sopla desde el Neva helado, es lo único sólido en aquel fuerte reconstruido. En sus ojos, el reflejo de la Catedral de San Pedro y San Pablo. Su mirada, de tan nítida, parece atravesada por la aguja dorada que culmina la iglesia. Cualquiera diría que está a punto de llorar, cualquiera que no lo conozca.
Sus botas dejan huellas sucias por toda la ciudad. Botas cuarteadas por la sal y la nieve. Sus pies levantan charcos de barro cuando cruza el puente de los leones alados. Trato de seguir su paso, pero me cuesta caminar sobre el suelo blanco de arenas movedizas. Avanza con una autoridad que conmueve. Espérame, me gustaría decirle, pero no quiero que crea que soy débil. Unas chicas ríen y a su paso la gente se aparta sin saberlo. Podría ser que tuviera prisa, prisa por llegar a algún sitio.
Entonces no quiere entrar. El cielo blanco cubre la Iglesia de la Sangre Derramada. Me quedo solo. Huele a cera derretida e incienso. Me siento perdido allí dentro. Intento concentrarme en los frescos, en las figuras. Aguanta, un poco más, un poco más, me repito. Pero su ausencia duele. Lo busco de nuevo. ¡Dios, que ojos tan grises! Como la nieve que cubre los parques. Debo acordarme de esto, me digo.
La vida es jodida, dice por fin. Su voz es espesa como un trago de vodka. Sí, me oigo afirmar intimidado. La música viene y va. Las risas vienen y van. La camarera le sonríe; sí, la vida es una putada. Espuma de su café se le queda prendida en el bigote. No veo nada más. No oigo nada más. Sólo restos de café entre recios pelos rubios. Me gustaría sorberlos, saborearlos, lamerlos. Se limpia la boca de un manotazo. A lo mejor está enfadado.
Los copos de nieve brillan al cruzar frente a las farolas. Parece que no quieren caer nunca y van a vivir ahí suspendidos por los siglos de los siglos. El frío arrecia pero la ciudad es más bella que nunca. La muchedumbre lo devora todo al ritmo de los claxons y hay vehículos enterrados bajo montañas de nieve en la avenida de los consulados. Frente al Palacio su figura crece, se hace más grande y poderosa. Aquí están sus raíces, su historia y por unos instantes todo parece encajar. Pedro y Catalina. Una foto, en la Plaza de Palacio, junto a la columna. Como recuerdo, me justifico. Pero el objetivo no le abarca. Una foto, dice él. Como recuerdo. Y sonríe brevemente su ocurrencia. Entonces nuestras manos se rozan al tenderle la cámara. Piel áspera, piel fría que me hace estremecer. Ya está, ya lo sé.
Golpea el suelo con sus botas para desprender el cansancio acumulado. Al entrar la gente nos mira pero él parece no percatarse. O no quiere. Subimos escaleras interminables. Cierra la puerta y todo cambia. Espero, con ansia. Todo el día espero. Los coches enfermos gritan en el exterior. Sigo esperando. Se acerca, despacio. Lo sabe. Estoy seguro que lo sabe. Piel blanca y pelo alborotado, más suave de lo que parecía. Pero no quiero pensar; sólo escucho mi respiración. Me mira, despojado de todo, con los ojos más tristes que he visto nunca.

En la Estación Moskovskiy duerme un tren; un tren viejo y tan largo que llega hasta el Mar de Barens. Es el tren del nunca más. ¿Y allí? Se me encoje el pecho. Pero eso será mañana.
Al amanecer los ángeles lloran escarcha sobre San Petersburgo; a mi no me quedan lágrimas.

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