21 ene 2011

Aprendiz de Femme Fatale


Tendría yo unos seis años, siete a lo sumo. Sí, sí, siempre he sido muy precoz. Estaba viendo la tele en la cama de mis padres. Debía ser un sábado por la noche por que mi padre era muy estricto con lo de la hora de enviar a sus hijos la cama entre semana. Estaban dando Gilda y recuerdo que quedé fascinado por la escena del guante.




Por aquel entonces yo no sabía ni quién era Rita Hayworth ni lo que Gilda supuso cuando se estrenó. Y mucho menos lo que era una Femme Fatale. Tampoco entendí de lo que iba la película, la verdad, lo único que tenía claro es que esa escena me había fascinado. La música, los contoneos, la melena, el vestido... Todo el glamour que el conjunto desprendía avivaron mi entusiasmo de forma exponencial, y llamaron mucho más mi interés que cualquier episodio de los Payasos de la Tele, supuestamente más adecuados a mi tierna edad. El bobalicón Hola Don Pepito, hola Don José no podía ni compararse a este Put the Blame on Mame cargado de energía sexual que de forma inconsciente yo ya debía intuir. De niño pensé que esa señora era muy guapa, cantaba y bailaba muy bien y tenía a todo el mundo a sus pies, que en mi ingenua percepción de las cosas significaba que todos la querían. Así que me dije que cuando fuera mayor quería ser como ella. Así de sencillo y natural. No podía ni llegar a imaginarme lo trascendente de aquel ingenuo pensamiento ni la de problemas que me iba a acarrear en el futuro. De haberlo sabido a lo mejor me hubiera decantado por asemejarme al sosainas de Glenn Ford o incluso el atildado George McReady, que es lo que me correspondía por genero. Pero no, yo quería ser ella.

En la adolescencia me hice muy amigo de lo más parecido a una vamp que había en mi clase. Era una chica rubia y espigada, con cierto estilo y una actitud altiva e indolente respecto a los chicos que le dotaba de un halo de misterio. Eso era en esencia lo que la diferenciaba del resto de las niñas, que a esa edad eran ya carne de cañón predispuestas a convertirse en aburridas amas de casa culonas. Los muchachos del colegio la rondaban con interés pero a una respetuosa distancia. Yo siempre le aconsejaba mejoras en su indumentaria, algo sosa en general. Básicamente le decía que fuera más ajustada y que se pusiera tacones. Y para carnaval le proponía siempre disfraces de arpía: Cleopatra, Dalila, Salomé...
-¿Y cómo es el disfraz de Mata Hari?-, me preguntó con suspicacia cuando se lo sugerí.
Cuando le expliqué con entusiasmo que se trataba de un vestido hecho en base a perlas, que dejaba grandes zonas de cuerpo al aire, entre ellos los pechos, me miró atónita.
-Pero no se te verá nada porque vas cubierta de varios collares superpuestos a modo de maya-, añadí intentando resquebrajar su reticencia.- Estarás maravillosa.
Aquel año mi amiga Carolina se disfrazó de payasito, que era la propuesta de su madre. Y siguió centrada en sus estudios, que era lo que en realidad le importaba.

Yo seguí alimentando mi imaginación con las grandes villanas que el cine ponía a mi alcance. Mujeres espléndidas como Laura Hunt, Phyllis Dietrichson, Regina Giddens, Nefer, Matty Walker, la Marquesa de Merteuil o Catherine Tramell por comentar sólo algunas, que hacían del sexo un instrumento de poder para conseguir sus objetivos. Siempre quise emularlas, pero nunca estuve ni remotamente a la altura.

En la veintena cuando quizás el físico me acompañaba, me fallaban el temple, el aplomo y las dotes de seducción. Y caía una y otra vez en la trampa en la que una auténtica femme fatale no debe caer nunca: el amor. En el decálogo de las vampiresas esta impreso en letras de oro: Absolutamente Prohibido Enamorarse. Y yo no hacía más que enamoriscarme una y otra vez como un auténtico pardillo. Es más, para funcionar con alguien en la cama, -para tener una erección, hablando en plata-, debía estar enamorado de ese hombre. En definitiva, yo era lo que vulgarmente se llama un estrecho de cojones, nunca mejor dicho.
Más adelante comprendí los complicados y tortuosos vericuetos por los que deambula el deseo. Logré disociar sexo de amor y gané en confianza y seguridad pero para entonces lo que empezaba a declinar era mi aspecto físico. Desde hace unos años sufro una halopecia
galopante que me ha dejado el cráneo casi como una bola de billar. ¿Alguien se imagina una mujer fatal calva? Además empecé a ganar peso.
Actualmente he pasado del arquetipo de femme fatal a otro con el que guarda algunas similitudes: el de putón. Eso sí, sin cobrar. Cómo decía Catherine Tramell en Instinto Básico: no soy una profesional, soy una aficionada.
De acuerdo, no es lo mismo. Pero es que lo de ser mujer fatal es agotador y además suelen acabar como el rosario de la aurora las pobres. La vampiresa es un personaje trágico. Y si no que se lo cuenten a la desdichada Rita Hayworth que tras varios matrimonios fallidos y cientos de amantes dijo aquello de que todos los hombres que habían pasado por su vida se acostaban con Gilda pero se levantaban con Margarita Cansino. Como si haber sido Gilda fuera una maldición que la hubiera perseguido de por vida.
A mi personalmente me siguen cautivando las femme fatales. Soy de los que también opina que jamás se ha escrito nada interesante sobre mujeres honradas. He vuelto a ver Gilda muchas ocasiones y me sigue fascinando. No descarto cualquier día liarme la manta a la cabeza y sorprender a mis amigos en alguna fiesta con una reversión de uno de sus temas, vestidazo, pelucón y tacón incluidos. En la actualidad dejaría el explosivo Put the blame on Mane a un lado y me decantaría por este otro Amado Mío más sosegado y sensual, baile caribeño incluido.
El día que me decida prometo colgar el video en este blog para deleite de todos mis fans, que a tenor del seguimiento de esta página, se cuentan por miles.


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