Esta es una historia verdadera, como casi todas las que se cuentan por ahí. Pero en este caso incluso más, o por lo menos yo quiero creerlo así.
Resulta que había una vez un matrimonio acomodado que llevaba una vida acomodada. Instalados cómodamente ya en la sesentena, liberados de los hijos y de hipotecas, se dedicaban a disfrutar de la vida. Él era un reputado arquitecto que ocupaba un alto cargo en el ayuntamiento de la bonita ciudad dónde vivían. Ella era abogada pero su trabajo no la satisfacía tanto como a su marido y destinaba sus energías a otros menesteres: hacía yoga y pilates, caminaba mucho, iba a la playa y se había apuntado a un taller de escritura. A los dos les gustaba viajar y habían visitado casi todo el mundo conocido. Y como él solía estar muy ocupado, ella hacía escapadas cortas de fin de semana con una amiga de toda la vida que se había quedado viuda recientemente. Su gran objetivo era hacer el Camino de Santiago juntas, pero nunca acababan de encontrar el momento. También leía mucho, y le gustaban los seriales de la televisión, sobretodo los de crímenes. En definitiva se podía decir que estaba bastante satisfecha con el devenir de su existencia. Una mañana al salir de casa ella se topó con un muchacho que tocaba la flauta y pedía monedas a los transeúntes. El tipo la abordó con una sonrisa, la llamo milady y le pidió algo suelto. Tenía montado una especie de mugriento campamento con bolsas, mantas y una manada de perros pulgosos que ocupaba toda la acera. Ella regresó sobre sus pasos y le dijo al portero de su elegante finca que llamara a la Guardia Urbana para que se llevara a aquel indeseable a cualquier otro sitio.
Al anochecer regresó a casa malhumorada. Había tenido un día complicado y para colmo debía acompañar a su marido a una cena de compromiso. Frente a su portal, entre dos coches, había una caja de cartón. Al pasar por su lado se llevó un susto tremendo pues le pareció que la caja se movía. Con mucho cuidado la abrió y para su sorpresa encontró dentro un cachorrillo de perro que apenas podía mantenerse en pie. Recordó entonces al vagabundo y su troupe de perros sarnosos y, a pesar de que era toda una señora, se cagó de la madre que los parió a todos. Hecha una furia le pidió al portero de la finca que llamara a la perrera o a alguna asociación de animales para que se llevaran a aquel chucho infecto de allí inmediatamente.
Pero horas más tarde, cuando el coche oficial de su marido los trajo de vuelta de la cena, la maldita caja de cartón seguía en el mismo sitio. La mujer asomó la nariz y comprobó con disgusto que el pobre animalillo continuaba en el interior, tumbado, inmóvil, abandonado a su suerte. Era puro pellejo y estaba frío, pero todavía respiraba.
Llamó a varias asociaciones de animales, pero era muy tarde y no encontró a nadie. La Guardia Urbana tampoco quiso hacerse cargo del animal. Resignada se tomó su orfidal y se metió en la cama dispuesta a olvidar al desdichado perro. Pero al poco empezó a llover. Y aquel maldito chuchillo no se le iba de la cabeza. Así que, respondiendo a un impulso atávico, se incorporó de un salto, bajó a la calle y cogió la caja.
Él se levantó de madrugada a beber agua y cual fue su sorpresa al encontrarse a su mujer sentada en el suelo de la cocina dando cucharaditas de leche a lo que parecía un hamster por tamaño. Ella le aclaró que se trataba de un perro.
-¿Te lo vas a quedar?- le preguntó sorprendido.
-¿Estás loco?- respondió ella.
Tardó bastante tiempo en ponerle nombre. Ni ella misma quería aceptar la idea de quedárselo. Jamás había consentido que sus hijos tuvieran mascotas. Nada de hamsters, ni periquitos, ni gusanos de seda, ni tortugas... No quería que nada estropeara aquel fantástico ático en el que vivían.
Pero Elvis es diferente, se decía. Al final lo bautizó así, Elvis, pues cuando lo acogió estaba tan débil que al ponerse en pie le bailaban las patitas.
Elvis se convirtió en un perro alegre y fuerte de considerable tamaño. No era especialmente bonito y tenía una expresión triste, pero era muy cariñoso. Se hicieron inseparables y, excepto al buffette, se lo llevaba a todas partes. Ella dejó el gimnasio y se compró una bicicleta de estilo antiguo de esas que tienen un cesto en el manillar. Y daban largos paseos, ella paladeando y él trotando a su lado.
-¡Elvis! ¡Elvis, ven aquí!- le gritaba con su voz imperiosa a la que el animal se separaba unos metros.
De regreso a casa, veían juntos los seriales. Les gustaba también el programa ese del adiestrador de perros. Ella se hinchaba de orgullo al comprobar lo bien educado que estaba su perro y lo bueno y listo que era en comparación de aquellos patanes que salían por la tele. Lejos de consentirle, desde el principio se había mostrado con Elvis tan severa como lo había sido con sus hijos y cómo lo era consigo misma. Y ahí estaban los resultados. Y sin darse cuenta pasaron felizmente un par de años.
Una tarde de primavera fueron hasta la playa. Mientras Elvis se dedicaba a espantar a las gaviotas, ella leía reclinada en una tumbona hasta que se quedó unos minutos adormilada. Cuando despertó, Elvis había desaparecido. Lo estuvo buscando, lo llamó y preguntó a todo el mundo. Esperó y recorrió el barrio sin ningún resultado. La verdad es que no sabía muy bien que hacer. ¡Perro tonto! Entrada la noche, asumió que Elvis se había perdido y se fue a casa.
Su esperanza era que alguien lo encontrara y llamara pues en el collar del perro había hecho grabar su nombre y teléfono. Pero nadie llamó. Se puso en contacto con todas las perreras y colgó carteles por la ciudad ofreciendo una generosa recompensa a quien lo devolviera. Pero los días pasaban y el teléfono sonaba solamente para tonterías. Ella salía a pasear como de costumbre y durante esas caminatas no podía dejar de ir mirando a su alrededor a ver si, por casualidad, se lo encontraba. Recorría lugares a los que solía ir con Elvis, a lo mejor el perro desorientado se refugiaba en espacios conocidos. Y un par de veces creyó haberlo visto. Entonces su corazón se aceleraba brutalmente y corría hasta el chucho en cuestión para darse cuenta casi inmediatamente que no había sido nada más que una mala jugada de sus sentidos. Y entonces se sentía tremendamente decepcionada y tremendamente absurda. Un par de meses después, una bochornosa tarde de principios de verano que estaba sola en casa, rompió a llorar desconsoladamente. Al día siguiente metió todas las cosas de Elvis en una caja y las tiró. Solamente consintió en quedarse aquella cucharilla con la que lo alimentara los primeros días y un par de fotos.
Siguió con su vida de siempre e intentó poner buena cara, a pesar de la pena y el tremendo vacío que sentía por dentro. Un día su marido se presentó con un cachorrillo de bóxer. Era lo más bonito y tierno que había visto en su vida pero a la mañana siguiente le pidió que lo devolviera. Agradecía el detalle, pero no quería un perro, quería a Elvis.
Aquel caluroso verano dio paso a un otoño suave y nostálgico. A mediados de octubre se fueron a Tanzania. Hicieron la ascensión al Kilimanjaro y luego descansaron en las playas de Zanzibar. Fue un viaje precioso y ella compró unas puertas de madera labrada pues tenía la intención de redecorar el salón. Poco a poco la pena de la ausencia iba cediendo para dar paso a la tranquila cotidianidad. La misma tarde que regresaban del viaje, cuando encendió el móvil vio que tenía un montón de llamadas perdidas de un mismo número que no conocía. El corazón le dio un vuelco pues tuvo un presentimiento. Antes incluso de deshacer las maletas marcó ese número.
Casi inmediatamente respondió un hombre que más que hablar gruñía. La comunicación fue complicada, el hombre se expresaba con la voz lenta y pastosa propia de los que están bajo los efectos de alguna sustancia psicotrópica, pero decía haber encontrado su perro. Ella no quiso darle mucha credibilidad por si acaso no se trataba de Elvis o por si no era cierto, pero la verdad es que aquella noche no pegó ojo.
A la mañana siguiente acudió a la cita con aquel hombre. Su marido insistió en que fuera en el coche oficial con el chofer, ya que habían quedado en un polígono industrial a las afueras y le daba mala espina. Se perdieron varias veces con la inestimable ayuda del tomtom y cuando por fin dieron con el lugar a ella se le cayó el alma a los pies. Aquello era una especie de vertedero formado por montañas de neveras, lavadoras y otros electrodomésticos oxidados envuelto todo por un enjambre de moscas. Un hombre enjuto y cetrino salió de una sórdida autocaravana que parecía formar parte del decorado de basuras. Se saludaron. Ella se dió a conocer, aunque no hacía falta. Sin decir nada el hombre lanzo un silbido y voceó algo ininteligible. De detrás de un montón de escombros aparecieron tres perros alegres y saltarines que vinieron a saludarlo con entusiasmo. Ella no reconoció a Elvis hasta que uno de los perros poco menos que se le abalanza encima moviendo el rabo con frenesí. ¡No podía ser! ¡Era él! ¡Era Elvis! Estaba mugriento y tenía un aire más fiero, pero no cabía duda de que se trataba de Elvis. Ella perdió la compostura, se arrodilló y se abrazó a su amigo. Pocas veces en su vida sintió alegría igual. Pocas veces… No pudo evitar unas lágrimas mientras el perro le lamía las mejillas y lanzaba ladridos de excitación. ¡Elvis! ¡Elvis! ¡Elvis! Cuando se hubo recompuesto, sólo tuvo uno idea: marcharse de aquel estercolero lo antes posible, lejos de aquel olor y de aquel hombre tan desagradable por culpa del cual había sufrido tanto tiempo.
-Vamos a casa, Elvis- dijo al perro mientras el chofer le daba al hombre la recompensa convenida. Y se encaminó al coche.
Pero cuando llegó al auto se dio cuenta que el perro no la seguía. Se había quedado mirándola allí donde se encontraran. Volvió a llamarle.
-Nino, ve con la señora-, gritó el hombre.
Pero Elvis contra todo pronóstico dio la vuelta y caminó hacia el hombre, con las orejas gachas.
Tras la breve perplejidad inicial, ella se acercó, lo cogió del collar y tiro de él. Lo llevó a empujones medio camino hasta que el perro se dejó caer al suelo. Hizo falta la ayuda del chofer, que tubo que coger a Elvis en brazos, para meterlo en el coche.
De vuelta ella pudo comprobar que Elvis estaba más sucio de lo que pensaba, apestaba el pobre. Tenía las orejas llenas de garrapatas y seguro que estaba plagado de pulgas. Además tenía una fea herida en una pata. Parecía que no era más que un rasguño pero supuraba. Pero estaba tan contenta y alegre que se le pasó por alto el peor de los síntomas: Elvis estaba abatido.
Lo llevó directamente a la peluquería canina y al centro veterinario. Fueron a comprar una cama y juguetes nuevos y una vez en casa lo cuidó y lo trató como nunca. Elvis estaba bastante delgado y el radical rapado antiparasitario que le habían realizado al pobre no hacía más que acentuar su delgadez. Ella le daba jamón y alguna que otra golosina perruna cuando le curaba la pata y estaba más cariñosa con él de lo que había estado jamás. Pero el perro apenas comía y solo quería dar cortos paseos para hacer sus necesidades. Lejos quedaban los días aquellos que corría al lado de su bici, lleno de vigor y energía, apenas seis meses atrás. Ella quiso creer que aquella tristeza era debida a la herida de la pata y a los bruscos cambios que había sufrido el animal y que pronto recobraría el ánimo de siempre. Así que se dedicó a cuidarlo y mimarlo. Incluso se tomó unos días libre para estar junto al perro. Pero pasaron algunas semanas y Elvis no sólo no mejoró si no que iba a peor. Se pasaba el día tumbado al lado de la puerta de entrada, esperando y ya ni con carne se dejaba tentar para comer. Su marido le decía que tuviera paciencia, que con el tiempo el perro se olvidaría. ¿Olvidarse? ¿Olvidarse de qué? ¿Tan bueno era lo que le daba aquel pordiosero? El veterinario le recetó antidepresivos al perro, pero una vez en la puerta de la farmacia ella decidió no comprarlos. De vuelta a casa se sentó junto a Elvis. El animal tenía una profunda tristeza en la mirada que le encogió el corazón.
-¿Por qué?-, le pregunto. –Aquí lo tienes todo. Aquí estás cuidado, yo te quiero mucho. Estas calentito y limpio, mientras que allí…
No pudo acabar la frase. Elvis le dio un par de lametazos en la mano y le puso el hocico bajo la palma, para que lo acariciara.
-No es justo-, añadió mientras acariciaba al animal, sabiendo que la justicia no tenía nada que ver con aquello. –No es justo-, repitio, sintiendo que su cariño y afecto no valían nada.
Aquella noche tampoco durmió, a pesar de los dos orfidales que se tomó.
Llegó al vertedero un poco más tarde que la vez anterior; esperaba que el hombre estuviera levantado ya. Lo pilló trasladando unas neveras con un toro mecánico de una montaña de escombros a otra. Al verla aparecer el hombre se apeó y la miró con desconfianza. Nada más abrir la puerta del auto Elvis salió disparado y se lanzó hacia él. Ella sintió una aguda punzada de dolor. Las piernas le temblaron brevemente y se apoyó en el coche. No quería mostrar signos de debilidad. Una mujer salió de la caravana, secándose las manos en un delantal. Parecía bastante joven, pero no podía asegurarlo. El hombre cogió al animal en brazos.
-¡Nino! ¡Nino!- dijo entre risas.- ¡Mi niño chico! ¡Pero que guapo estás, eh!
Ella hubiera querido estar muy lejos de allí, pero fue incapaz de moverse. La explosión de alegría de Elvis por aquel hombre que para ella era el colmo de la repugnancia era tan dolorosa que le impidió dar un paso siquiera. Además la mujer le miraba con actitud francamente displicente desde la caravana. El hombre se incorporó y esperó unos instantes. Ella no podía ni hablar, suficiente hacía con aguantar la compostura.
-Me gusta más llamarlo Nino. Por Nino Bravo-, dijo el hombre al fin.- Elvis…-, dejó la frase suspendida en el aire.
-¡Braulio!-, grito la mujer, como pidiendo explicaciones. El hombre se giró unos instantes, pero no dijo nada.
-Lo prefiere a usted-, dijo ella por fin. –El perro prefiere estar aquí.
Él tardó en responder.
-No puedo devolverle el dinero- dijo con sequedad.
Ella buscó algún rasgo, algún gesto, alguna cualidad que pudiera hacerle sentir simpatía por aquel individuo. Algún motivo por mínimo que fuera que le hiciera comprender porqué su perro lo prefería a él. Pero fue incapaz de hallarlo. Sin embargo Elvis, o mejor dicho, Nino, no hacía más que saltar a su alrededor y correr de arriba a abajo mostrando un entusiasmo inusitado apenas unas horas atras. Ella se metió en el coche y sacó una bolsa de viaje.
–He traído sus cosas-. Caminó los pasos que los separaban y se la tendió. –Hay latas de comida y sus medicinas. Y algunos juguetes.
-¡Braulio!-, volvió gritar la mujer desde la autocaravana.
-¡Qué te calles, joder! ¿No ves que estoy atendiendo a la señora?- respondió el hombre con una agresividad impropia de su parsimonia. La mujer se metió en la caravana, enfadada.
El hombre tomo la bolsa de viaje sin saber muy bien que hacer con ella y sin saber qué debía decir.
-Yo duermo con él, sabe usted. Por el frío-, dijo el hombre, como queriendo buscar alguna explicación. Y hasta ella llegó el aliento a alcohol mezclado con un intenso olor a sudor que desprendía.
Ella volvió sobre sus pasos.
-Venga a verlo siempre que quiera-, oyó que decía el hombre.
Ella asintió y se metió en el coche. Por un lado quería salir da ahí cuanto antes; por otro sabía que una vez volviera a la carretera sería el final.
Las llaves estaban en el contacto. Arrancó. Al oír el ruido del motor Nino y los otros perros y se acercaron juguetones. Allí estaba. Todavía estoy a tiempo, se dijo. Y aunque sabía que era absurdo, no se pudo quitar el pensamiento de la cabeza y se quedó allí inmóvil con el motor del auto runruneando y los perros jugando a su alrededor. La mujer volvió a salir de la autocaravana y se la quedó mirando desconfiada. Entonces ella volvió a la realidad, metió la primera, soltó el embrague y aceleró despacio. Por unos metros, los otros dos perros siguieron el auto.
La siguiente primavera ella redecoró el salón, tal como tenía previsto. Fue un incordio de paletas, fontaneros, electricistas y otros operarios, pero mereció la pena: su casa salió en un par de revistas de decoración. Durante el verano trabajó duro en el gimnasio con su amiga viuda y en otoño pudieron hacer por fin el Camino de Santiago. Cuando entró en la Plaza del Obradoiro, cansada y con los pies destrozados, se sintió de nuevo feliz y satisfecha.