31 ene 2011

The kids are all rigth

Hace unos meses leí un artículo que ironizaba sobre los resultados de un estudio estadísticos de comportamiento y actitud en USA cuya conclusión era que para un americano era más fácil aceptar que su pareja había cometido un asesinato que aceptar que su pareja le había sido infiel.
La verdad es que a raíz de lo que muestra el cine que nos viene de los Estados Unidos no me extraña. En la pantalla muere mucha más gente de la que folla (por no decir que hace el amor, que es otra cosa).
The kids are all rigth es una mediocre cinta más como las que ya hemos visto un millón de veces. Ni aporta nada, ni es fresca, ni tiene un mínimo de originalidad. Plantea lo de siempre: una pareja de mediana edad que entra en crisis cuando uno de los miembros se acuesta con un tercero. Entonces ya está, ya lo tenemos: gran desastre, con desgarre de vestiduras, peleas y gran drama.
Lo que me ofende de esta cinta y me empuja a escribir esta reseña (pelis malas veo miles) es que en este caso nos la quieren dar con queso. Nos quieren presentar una visión fresca y diferente d la historia pues en esta ocasión la pareja en crisis son unas lesbianas. Sí, son dos lesbianas de clase media, con hijos. El paradigma de la familia moderna. Y ahí se acaba la novedad. Eso sí, todo rodado en plan indie e intentando destilar buen rollito, sin conseguirlo. Más bien lo que destila es un tufo a moralina conservadora que tira de espaldas.
¿Para cuándo una peli en la que los cuernos no sean planteados no como el problema si no como una de sus consecuencias?
¿Y hace falta que sean lesbianas para plantear un conflicto tan poco original y moralista? Dos personas del mismo sexo que luchan por tirar adelante una relación contra corriente, contra lo establecido, contra la opinión de muchas mentalidades seguramente se enfrentan cada día a cuestiones mucho más interesantes y surrealistas de las que muestra la cinta.
Supongo que al final lo que me enfada es que las expectativas que tenía creadas de partida eran altas. No en vano la pareja de lesbianas están interpretadas por dos grandes actrices: Annette Bening y Julianne Moore. Reconozco que están muy bien en sus papeles, sobretodo Bening. Pero de este tipo de estrellas que cuida su faceta más intelectual uno espera además de buenas actuaciones cierto criterio a la hora de elegir papeles. Pues va a ser que no.
En definitiva, un gran fiasco.
Ah, y no os creáis el trailer; es mentira.

30 ene 2011

Amor y pulgas

Esta es una historia verdadera, como casi todas las que se cuentan por ahí. Pero en este caso incluso más, o por lo menos yo quiero creerlo así.



Resulta que había una vez un matrimonio acomodado que llevaba una vida acomodada. Instalados cómodamente ya en la sesentena, liberados de los hijos y de hipotecas, se dedicaban a disfrutar de la vida. Él era un reputado arquitecto que ocupaba un alto cargo en el ayuntamiento de la bonita ciudad dónde vivían. Ella era abogada pero su trabajo no la satisfacía tanto como a su marido y destinaba sus energías a otros menesteres: hacía yoga y pilates, caminaba mucho, iba a la playa y se había apuntado a un taller de escritura. A los dos les gustaba viajar y habían visitado casi todo el mundo conocido. Y como él solía estar muy ocupado, ella hacía escapadas cortas de fin de semana con una amiga de toda la vida que se había quedado viuda recientemente. Su gran objetivo era hacer el Camino de Santiago juntas, pero nunca acababan de encontrar el momento. También leía mucho, y le gustaban los seriales de la televisión, sobretodo los de crímenes. En definitiva se podía decir que estaba bastante satisfecha con el devenir de su existencia.
Una mañana al salir de casa ella se topó con un muchacho que tocaba la flauta y pedía monedas a los transeúntes. El tipo la abordó con una sonrisa, la llamo milady y le pidió algo suelto. Tenía montado una especie de mugriento campamento con bolsas, mantas y una manada de perros pulgosos que ocupaba toda la acera. Ella regresó sobre sus pasos y le dijo al portero de su elegante finca que llamara a la Guardia Urbana para que se llevara a aquel indeseable a cualquier otro sitio.
Al anochecer regresó a casa malhumorada. Había tenido un día complicado y para colmo debía acompañar a su marido a una cena de compromiso. Frente a su portal, entre dos coches, había una caja de cartón. Al pasar por su lado se llevó un susto tremendo pues le pareció que la caja se movía. Con mucho cuidado la abrió y para su sorpresa encontró dentro un cachorrillo de perro que apenas podía mantenerse en pie. Recordó entonces al vagabundo y su troupe de perros sarnosos y, a pesar de que era toda una señora, se cagó de la madre que los parió a todos. Hecha una furia le pidió al portero de la finca que llamara a la perrera o a alguna asociación de animales para que se llevaran a aquel chucho infecto de allí inmediatamente.
Pero horas más tarde, cuando el coche oficial de su marido los trajo de vuelta de la cena, la maldita caja de cartón seguía en el mismo sitio. La mujer asomó la nariz y comprobó con disgusto que el pobre animalillo continuaba en el interior, tumbado, inmóvil, abandonado a su suerte. Era puro pellejo y estaba frío, pero todavía respiraba.
Llamó a varias asociaciones de animales, pero era muy tarde y no encontró a nadie. La Guardia Urbana tampoco quiso hacerse cargo del animal. Resignada se tomó su orfidal y se metió en la cama dispuesta a olvidar al desdichado perro. Pero al poco empezó a llover. Y aquel maldito chuchillo no se le iba de la cabeza. Así que, respondiendo a un impulso atávico, se incorporó de un salto, bajó a la calle y cogió la caja.
Él se levantó de madrugada a beber agua y cual fue su sorpresa al encontrarse a su mujer sentada en el suelo de la cocina dando cucharaditas de leche a lo que parecía un hamster por tamaño. Ella le aclaró que se trataba de un perro.
-¿Te lo vas a quedar?- le preguntó sorprendido.
-¿Estás loco?- respondió ella.
Tardó bastante tiempo en ponerle nombre. Ni ella misma quería aceptar la idea de quedárselo. Jamás había consentido que sus hijos tuvieran mascotas. Nada de hamsters, ni periquitos, ni gusanos de seda, ni tortugas... No quería que nada estropeara aquel fantástico ático en el que vivían.
Pero Elvis es diferente, se decía. Al final lo bautizó así, Elvis, pues cuando lo acogió estaba tan débil que al ponerse en pie le bailaban las patitas.
Elvis se convirtió en un perro alegre y fuerte de considerable tamaño. No era especialmente bonito y tenía una expresión triste, pero era muy cariñoso. Se hicieron inseparables y, excepto al buffette, se lo llevaba a todas partes. Ella dejó el gimnasio y se compró una bicicleta de estilo antiguo de esas que tienen un cesto en el manillar. Y daban largos paseos, ella paladeando y él trotando a su lado.
-¡Elvis! ¡Elvis, ven aquí!- le gritaba con su voz imperiosa a la que el animal se separaba unos metros.
De regreso a casa, veían juntos los seriales. Les gustaba también el programa ese del adiestrador de perros. Ella se hinchaba de orgullo al comprobar lo bien educado que estaba su perro y lo bueno y listo que era en comparación de aquellos patanes que salían por la tele. Lejos de consentirle, desde el principio se había mostrado con Elvis tan severa como lo había sido con sus hijos y cómo lo era consigo misma. Y ahí estaban los resultados. Y sin darse cuenta pasaron felizmente un par de años.
Una tarde de primavera fueron hasta la playa. Mientras Elvis se dedicaba a espantar a las gaviotas, ella leía reclinada en una tumbona hasta que se quedó unos minutos adormilada. Cuando despertó, Elvis había desaparecido. Lo estuvo buscando, lo llamó y preguntó a todo el mundo. Esperó y recorrió el barrio sin ningún resultado. La verdad es que no sabía muy bien que hacer. ¡Perro tonto! Entrada la noche, asumió que Elvis se había perdido y se fue a casa.
Su esperanza era que alguien lo encontrara y llamara pues en el collar del perro había hecho grabar su nombre y teléfono. Pero nadie llamó. Se puso en contacto con todas las perreras y colgó carteles por la ciudad ofreciendo una generosa recompensa a quien lo devolviera. Pero los días pasaban y el teléfono sonaba solamente para tonterías. Ella salía a pasear como de costumbre y durante esas caminatas no podía dejar de ir mirando a su alrededor a ver si, por casualidad, se lo encontraba. Recorría lugares a los que solía ir con Elvis, a lo mejor el perro desorientado se refugiaba en espacios conocidos. Y un par de veces creyó haberlo visto. Entonces su corazón se aceleraba brutalmente y corría hasta el chucho en cuestión para darse cuenta casi inmediatamente que no había sido nada más que una mala jugada de sus sentidos. Y entonces se sentía tremendamente decepcionada y tremendamente absurda. Un par de meses después, una bochornosa tarde de principios de verano que estaba sola en casa, rompió a llorar desconsoladamente. Al día siguiente metió todas las cosas de Elvis en una caja y las tiró. Solamente consintió en quedarse aquella cucharilla con la que lo alimentara los primeros días y un par de fotos.
Siguió con su vida de siempre e intentó poner buena cara, a pesar de la pena y el tremendo vacío que sentía por dentro. Un día su marido se presentó con un cachorrillo de bóxer. Era lo más bonito y tierno que había visto en su vida pero a la mañana siguiente le pidió que lo devolviera. Agradecía el detalle, pero no quería un perro, quería a Elvis.
Aquel caluroso verano dio paso a un otoño suave y nostálgico. A mediados de octubre se fueron a Tanzania. Hicieron la ascensión al Kilimanjaro y luego descansaron en las playas de Zanzibar. Fue un viaje precioso y ella compró unas puertas de madera labrada pues tenía la intención de redecorar el salón. Poco a poco la pena de la ausencia iba cediendo para dar paso a la tranquila cotidianidad. La misma tarde que regresaban del viaje, cuando encendió el móvil vio que tenía un montón de llamadas perdidas de un mismo número que no conocía. El corazón le dio un vuelco pues tuvo un presentimiento. Antes incluso de deshacer las maletas marcó ese número.
Casi inmediatamente respondió un hombre que más que hablar gruñía. La comunicación fue complicada, el hombre se expresaba con la voz lenta y pastosa propia de los que están bajo los efectos de alguna sustancia psicotrópica, pero decía haber encontrado su perro. Ella no quiso darle mucha credibilidad por si acaso no se trataba de Elvis o por si no era cierto, pero la verdad es que aquella noche no pegó ojo.
A la mañana siguiente acudió a la cita con aquel hombre. Su marido insistió en que fuera en el coche oficial con el chofer, ya que habían quedado en un polígono industrial a las afueras y le daba mala espina. Se perdieron varias veces con la inestimable ayuda del tomtom y cuando por fin dieron con el lugar a ella se le cayó el alma a los pies. Aquello era una especie de vertedero formado por montañas de neveras, lavadoras y otros electrodomésticos oxidados envuelto todo por un enjambre de moscas. Un hombre enjuto y cetrino salió de una sórdida autocaravana que parecía formar parte del decorado de basuras. Se saludaron. Ella se dió a conocer, aunque no hacía falta. Sin decir nada el hombre lanzo un silbido y voceó algo ininteligible. De detrás de un montón de escombros aparecieron tres perros alegres y saltarines que vinieron a saludarlo con entusiasmo. Ella no reconoció a Elvis hasta que uno de los perros poco menos que se le abalanza encima moviendo el rabo con frenesí. ¡No podía ser! ¡Era él! ¡Era Elvis! Estaba mugriento y tenía un aire más fiero, pero no cabía duda de que se trataba de Elvis. Ella perdió la compostura, se arrodilló y se abrazó a su amigo. Pocas veces en su vida sintió alegría igual. Pocas veces… No pudo evitar unas lágrimas mientras el perro le lamía las mejillas y lanzaba ladridos de excitación. ¡Elvis! ¡Elvis! ¡Elvis! Cuando se hubo recompuesto, sólo tuvo uno idea: marcharse de aquel estercolero lo antes posible, lejos de aquel olor y de aquel hombre tan desagradable por culpa del cual había sufrido tanto tiempo.
-Vamos a casa, Elvis- dijo al perro mientras el chofer le daba al hombre la recompensa convenida. Y se encaminó al coche.
Pero cuando llegó al auto se dio cuenta que el perro no la seguía. Se había quedado mirándola allí donde se encontraran. Volvió a llamarle.
-Nino, ve con la señora-, gritó el hombre.
Pero Elvis contra todo pronóstico dio la vuelta y caminó hacia el hombre, con las orejas gachas.
Tras la breve perplejidad inicial, ella se acercó, lo cogió del collar y tiro de él. Lo llevó a empujones medio camino hasta que el perro se dejó caer al suelo. Hizo falta la ayuda del chofer, que tubo que coger a Elvis en brazos, para meterlo en el coche.
De vuelta ella pudo comprobar que Elvis estaba más sucio de lo que pensaba, apestaba el pobre. Tenía las orejas llenas de garrapatas y seguro que estaba plagado de pulgas. Además tenía una fea herida en una pata. Parecía que no era más que un rasguño pero supuraba. Pero estaba tan contenta y alegre que se le pasó por alto el peor de los síntomas: Elvis estaba abatido.
Lo llevó directamente a la peluquería canina y al centro veterinario. Fueron a comprar una cama y juguetes nuevos y una vez en casa lo cuidó y lo trató como nunca. Elvis estaba bastante delgado y el radical rapado antiparasitario que le habían realizado al pobre no hacía más que acentuar su delgadez. Ella le daba jamón y alguna que otra golosina perruna cuando le curaba la pata y estaba más cariñosa con él de lo que había estado jamás. Pero el perro apenas comía y solo quería dar cortos paseos para hacer sus necesidades. Lejos quedaban los días aquellos que corría al lado de su bici, lleno de vigor y energía, apenas seis meses atrás. Ella quiso creer que aquella tristeza era debida a la herida de la pata y a los bruscos cambios que había sufrido el animal y que pronto recobraría el ánimo de siempre. Así que se dedicó a cuidarlo y mimarlo. Incluso se tomó unos días libre para estar junto al perro. Pero pasaron algunas semanas y Elvis no sólo no mejoró si no que iba a peor. Se pasaba el día tumbado al lado de la puerta de entrada, esperando y ya ni con carne se dejaba tentar para comer. Su marido le decía que tuviera paciencia, que con el tiempo el perro se olvidaría. ¿Olvidarse? ¿Olvidarse de qué? ¿Tan bueno era lo que le daba aquel pordiosero? El veterinario le recetó antidepresivos al perro, pero una vez en la puerta de la farmacia ella decidió no comprarlos. De vuelta a casa se sentó junto a Elvis. El animal tenía una profunda tristeza en la mirada que le encogió el corazón.
-¿Por qué?-, le pregunto. –Aquí lo tienes todo. Aquí estás cuidado, yo te quiero mucho. Estas calentito y limpio, mientras que allí…
No pudo acabar la frase. Elvis le dio un par de lametazos en la mano y le puso el hocico bajo la palma, para que lo acariciara.
-No es justo-, añadió mientras acariciaba al animal, sabiendo que la justicia no tenía nada que ver con aquello. –No es justo-, repitio, sintiendo que su cariño y afecto no valían nada.
Aquella noche tampoco durmió, a pesar de los dos orfidales que se tomó.

Llegó al vertedero un poco más tarde que la vez anterior; esperaba que el hombre estuviera levantado ya. Lo pilló trasladando unas neveras con un toro mecánico de una montaña de escombros a otra. Al verla aparecer el hombre se apeó y la miró con desconfianza. Nada más abrir la puerta del auto Elvis salió disparado y se lanzó hacia él. Ella sintió una aguda punzada de dolor. Las piernas le temblaron brevemente y se apoyó en el coche. No quería mostrar signos de debilidad. Una mujer salió de la caravana, secándose las manos en un delantal. Parecía bastante joven, pero no podía asegurarlo. El hombre cogió al animal en brazos.
-¡Nino! ¡Nino!- dijo entre risas.- ¡Mi niño chico! ¡Pero que guapo estás, eh!
Ella hubiera querido estar muy lejos de allí, pero fue incapaz de moverse. La explosión de alegría de Elvis por aquel hombre que para ella era el colmo de la repugnancia era tan dolorosa que le impidió dar un paso siquiera. Además la mujer le miraba con actitud francamente displicente desde la caravana. El hombre se incorporó y esperó unos instantes. Ella no podía ni hablar, suficiente hacía con aguantar la compostura.
-Me gusta más llamarlo Nino. Por Nino Bravo-, dijo el hombre al fin.- Elvis…-, dejó la frase suspendida en el aire.
-¡Braulio!-, grito la mujer, como pidiendo explicaciones. El hombre se giró unos instantes, pero no dijo nada.
-Lo prefiere a usted-, dijo ella por fin. –El perro prefiere estar aquí.
Él tardó en responder.
-No puedo devolverle el dinero- dijo con sequedad.
Ella buscó algún rasgo, algún gesto, alguna cualidad que pudiera hacerle sentir simpatía por aquel individuo. Algún motivo por mínimo que fuera que le hiciera comprender porqué su perro lo prefería a él. Pero fue incapaz de hallarlo. Sin embargo Elvis, o mejor dicho, Nino, no hacía más que saltar a su alrededor y correr de arriba a abajo mostrando un entusiasmo inusitado apenas unas horas atras. Ella se metió en el coche y sacó una bolsa de viaje.
–He traído sus cosas-. Caminó los pasos que los separaban y se la tendió. –Hay latas de comida y sus medicinas. Y algunos juguetes.
-¡Braulio!-, volvió gritar la mujer desde la autocaravana.
-¡Qué te calles, joder! ¿No ves que estoy atendiendo a la señora?- respondió el hombre con una agresividad impropia de su parsimonia. La mujer se metió en la caravana, enfadada.
El hombre tomo la bolsa de viaje sin saber muy bien que hacer con ella y sin saber qué debía decir.
-Yo duermo con él, sabe usted. Por el frío-, dijo el hombre, como queriendo buscar alguna explicación. Y hasta ella llegó el aliento a alcohol mezclado con un intenso olor a sudor que desprendía.
Ella volvió sobre sus pasos.
-Venga a verlo siempre que quiera-, oyó que decía el hombre.
Ella asintió y se metió en el coche. Por un lado quería salir da ahí cuanto antes; por otro sabía que una vez volviera a la carretera sería el final.
Las llaves estaban en el contacto. Arrancó. Al oír el ruido del motor Nino y los otros perros y se acercaron juguetones. Allí estaba. Todavía estoy a tiempo, se dijo. Y aunque sabía que era absurdo, no se pudo quitar el pensamiento de la cabeza y se quedó allí inmóvil con el motor del auto runruneando y los perros jugando a su alrededor. La mujer volvió a salir de la autocaravana y se la quedó mirando desconfiada. Entonces ella volvió a la realidad, metió la primera, soltó el embrague y aceleró despacio. Por unos metros, los otros dos perros siguieron el auto.

La siguiente primavera ella redecoró el salón, tal como tenía previsto. Fue un incordio de paletas, fontaneros, electricistas y otros operarios, pero mereció la pena: su casa salió en un par de revistas de decoración. Durante el verano trabajó duro en el gimnasio con su amiga viuda y en otoño pudieron hacer por fin el Camino de Santiago. Cuando entró en la Plaza del Obradoiro, cansada y con los pies destrozados, se sintió de nuevo feliz y satisfecha.

25 ene 2011

Al sur de la frontera, al oeste del Sol



Nota:¡Si no quieres saber cómo acaba la novela de la que habla este post, no sigas leyendo!

Esta tarde mi amiga Mercedes y yo hemos estado discutiendo acaloradamente y todo por culpa de Murakami.

Al final de la novela Al sur de la frontera, al oeste del Sol, Hamije se sienta en la cocina de su casa a ver amanecer sobre el cementerio de Aoyama. Y allí se queda reflexionando sobre su crisis vital. Cae sobre la mesa sin energías para moverse siquiera hasta que alguien le toca la espalda.

Mi amiga defendía que Hamije resuelve su crisis personal y sale del “bache” con la ayuda de su mujer, que es la que le toca la espalda. Yo, por el contrario defendía que Hamije muere y se va con Shimamoto, también muerta, que es la que le toca la espalda. Yo pude defender con vehemencia mis argumentos, utilizando diálogos y pasajes del libro. Pero reconozco que los argumentos de Mercedes también entraban dentro de lo razonable. Vamos que no eran tonterías suyas. Ella daba importancia a unos comentarios y detalles y yo a otros. Al final llegamos a la conclusión de que yo elegía la muerte del protagonista por mi natural tendencia a la fatalidad y a cierto pesimismo, mientras que ella se decantaba por el happy ending porque es más optimista y romanticona. (También reconozco que el tal Hamije me estaba hartando ya con tanta tontería y tanta paranoia y le tenía ganas, pero eso no me atreví a decírselo a mi amiga). Sea como fuere hay que reconocerle a Murakami escribió una novela (es de 1994) interesante y de forma muy inteligente pues nos involucraba a nosotros, humildes lectores, a participar activamente de la misma y elegir el final que más nos convenza según nuestros gustos o nuestra manera de pensar. Y allí estábamos los dos discutiendo cómo acababa la novela como si en ello nos fuera la vida.

Murakami me satura: demasiadas pajas mentales, demasiadas rayadas y comidas de coco que hacen que en un punto de la novela me distancie de los personajes y los empiece a juzgar. Es excesivamente intenso. Así que no puedo leer dos novelas suyas seguidas. Me satura.

¿Y por qué me gusta? Disfruto de su manera de escribir, concisa y directa y de sus tramas sencillas. Y a mi modo de ver refleja como pocos las neuras implícitas en la sociedad actual (que podríamos resumir en: como tengo mis necesidades básicas cubiertas y ningún problema acuciante, voy a complicarme la vida con pajas mentales). También me gusta su tono nostálgico y que siempre la muerte esté tan presente.

En Al sur de la frontera, al oeste del Sol nos cuenta la historia de Hamije, un hombre próximo a la cuarentena, casado con una mujer a la que quiere y con dos hijas pequeñas. Hamije regenta dos clubs de jazz, su pasión, y lleva una vida plácida y acomodada pero se siente insatisfecho. Como todos, tuvo relaciones en su adolescencia que le marcaron mucho. En concreto guarda un intenso recuerdo de Shimamoto, una niña coja de su colegio con la que tuvo una gran amistad y a la que considera quizás el único verdadero amor de su vida. Un día Shimamoto aparece en uno de sus bares y accede a irse viendo con Hamije siempre y cuando este no le pregunte nada de su pasado. Además ella será la que dicte la frecuencia de sus encuentros presentándose sin avisar en el bar. Hamije accede y entra así en una profunda crisis que le hará replantearse su vida.

Murakami va dosificando sabiamente la información que nos da para mantenernos atados a la historia. ¿Es aquella mujer la Shimamoto de su infancia? ¿Realmente existe o todo es producto de la insatisfacción de Hamije? ¿Es el espíritu de la fallecida Shimamoto la que se materializa ante él? A mi entender Shimamoto está muerta. Y en este punto estuvo también de acuerdo mi amiga. Algo es algo. Así que brindamos por Murakami. Eso sí, ella con cerveza y yo con una copa de vino.


21 ene 2011

Aprendiz de Femme Fatale


Tendría yo unos seis años, siete a lo sumo. Sí, sí, siempre he sido muy precoz. Estaba viendo la tele en la cama de mis padres. Debía ser un sábado por la noche por que mi padre era muy estricto con lo de la hora de enviar a sus hijos la cama entre semana. Estaban dando Gilda y recuerdo que quedé fascinado por la escena del guante.




Por aquel entonces yo no sabía ni quién era Rita Hayworth ni lo que Gilda supuso cuando se estrenó. Y mucho menos lo que era una Femme Fatale. Tampoco entendí de lo que iba la película, la verdad, lo único que tenía claro es que esa escena me había fascinado. La música, los contoneos, la melena, el vestido... Todo el glamour que el conjunto desprendía avivaron mi entusiasmo de forma exponencial, y llamaron mucho más mi interés que cualquier episodio de los Payasos de la Tele, supuestamente más adecuados a mi tierna edad. El bobalicón Hola Don Pepito, hola Don José no podía ni compararse a este Put the Blame on Mame cargado de energía sexual que de forma inconsciente yo ya debía intuir. De niño pensé que esa señora era muy guapa, cantaba y bailaba muy bien y tenía a todo el mundo a sus pies, que en mi ingenua percepción de las cosas significaba que todos la querían. Así que me dije que cuando fuera mayor quería ser como ella. Así de sencillo y natural. No podía ni llegar a imaginarme lo trascendente de aquel ingenuo pensamiento ni la de problemas que me iba a acarrear en el futuro. De haberlo sabido a lo mejor me hubiera decantado por asemejarme al sosainas de Glenn Ford o incluso el atildado George McReady, que es lo que me correspondía por genero. Pero no, yo quería ser ella.

En la adolescencia me hice muy amigo de lo más parecido a una vamp que había en mi clase. Era una chica rubia y espigada, con cierto estilo y una actitud altiva e indolente respecto a los chicos que le dotaba de un halo de misterio. Eso era en esencia lo que la diferenciaba del resto de las niñas, que a esa edad eran ya carne de cañón predispuestas a convertirse en aburridas amas de casa culonas. Los muchachos del colegio la rondaban con interés pero a una respetuosa distancia. Yo siempre le aconsejaba mejoras en su indumentaria, algo sosa en general. Básicamente le decía que fuera más ajustada y que se pusiera tacones. Y para carnaval le proponía siempre disfraces de arpía: Cleopatra, Dalila, Salomé...
-¿Y cómo es el disfraz de Mata Hari?-, me preguntó con suspicacia cuando se lo sugerí.
Cuando le expliqué con entusiasmo que se trataba de un vestido hecho en base a perlas, que dejaba grandes zonas de cuerpo al aire, entre ellos los pechos, me miró atónita.
-Pero no se te verá nada porque vas cubierta de varios collares superpuestos a modo de maya-, añadí intentando resquebrajar su reticencia.- Estarás maravillosa.
Aquel año mi amiga Carolina se disfrazó de payasito, que era la propuesta de su madre. Y siguió centrada en sus estudios, que era lo que en realidad le importaba.

Yo seguí alimentando mi imaginación con las grandes villanas que el cine ponía a mi alcance. Mujeres espléndidas como Laura Hunt, Phyllis Dietrichson, Regina Giddens, Nefer, Matty Walker, la Marquesa de Merteuil o Catherine Tramell por comentar sólo algunas, que hacían del sexo un instrumento de poder para conseguir sus objetivos. Siempre quise emularlas, pero nunca estuve ni remotamente a la altura.

En la veintena cuando quizás el físico me acompañaba, me fallaban el temple, el aplomo y las dotes de seducción. Y caía una y otra vez en la trampa en la que una auténtica femme fatale no debe caer nunca: el amor. En el decálogo de las vampiresas esta impreso en letras de oro: Absolutamente Prohibido Enamorarse. Y yo no hacía más que enamoriscarme una y otra vez como un auténtico pardillo. Es más, para funcionar con alguien en la cama, -para tener una erección, hablando en plata-, debía estar enamorado de ese hombre. En definitiva, yo era lo que vulgarmente se llama un estrecho de cojones, nunca mejor dicho.
Más adelante comprendí los complicados y tortuosos vericuetos por los que deambula el deseo. Logré disociar sexo de amor y gané en confianza y seguridad pero para entonces lo que empezaba a declinar era mi aspecto físico. Desde hace unos años sufro una halopecia
galopante que me ha dejado el cráneo casi como una bola de billar. ¿Alguien se imagina una mujer fatal calva? Además empecé a ganar peso.
Actualmente he pasado del arquetipo de femme fatal a otro con el que guarda algunas similitudes: el de putón. Eso sí, sin cobrar. Cómo decía Catherine Tramell en Instinto Básico: no soy una profesional, soy una aficionada.
De acuerdo, no es lo mismo. Pero es que lo de ser mujer fatal es agotador y además suelen acabar como el rosario de la aurora las pobres. La vampiresa es un personaje trágico. Y si no que se lo cuenten a la desdichada Rita Hayworth que tras varios matrimonios fallidos y cientos de amantes dijo aquello de que todos los hombres que habían pasado por su vida se acostaban con Gilda pero se levantaban con Margarita Cansino. Como si haber sido Gilda fuera una maldición que la hubiera perseguido de por vida.
A mi personalmente me siguen cautivando las femme fatales. Soy de los que también opina que jamás se ha escrito nada interesante sobre mujeres honradas. He vuelto a ver Gilda muchas ocasiones y me sigue fascinando. No descarto cualquier día liarme la manta a la cabeza y sorprender a mis amigos en alguna fiesta con una reversión de uno de sus temas, vestidazo, pelucón y tacón incluidos. En la actualidad dejaría el explosivo Put the blame on Mane a un lado y me decantaría por este otro Amado Mío más sosegado y sensual, baile caribeño incluido.
El día que me decida prometo colgar el video en este blog para deleite de todos mis fans, que a tenor del seguimiento de esta página, se cuentan por miles.


20 ene 2011

Cazador cazado


¡Me encanta esta noticia!
Parece un chiste, sí. Pero por desgracia no lo es. Y digo por desgracia para el zorro. Para el zorro y los miles de animales q cada año mueren a manos de los cazadores.
¿Por qué la vida de los animales está tan infravalorada? ¿Cómo alguien es capaz de disfrutar matando a otro ser vivo? Sinceramente no lo puedo entender.

La evolución de la especie humana pasa por canalizar toda esa violencia acumulada ancestralmente en vuestros genes y darle otras salidas más constructivas. Estoy convencida de que dentro de unos años todas estas actividades (caza, toros, pesca y demás actos lúdicos que implican sufrimiento y muerte animal) estarán vistas como aberraciones, igualmente q ahora vemos aberrantes los sacrificios humanos en las culturas precolombinas o el canibalismo q practicaban algunas tribus del Amazonas.

13 ene 2011

El Principe de San Petersburgo


De pie, erguido sobre la muralla, soporta con entereza el envite de la gélida brisa. Los otros hace tiempo que se fueron ya. Su figura, sometida por el aire que sopla desde el Neva helado, es lo único sólido en aquel fuerte reconstruido. En sus ojos, el reflejo de la Catedral de San Pedro y San Pablo. Su mirada, de tan nítida, parece atravesada por la aguja dorada que culmina la iglesia. Cualquiera diría que está a punto de llorar, cualquiera que no lo conozca.
Sus botas dejan huellas sucias por toda la ciudad. Botas cuarteadas por la sal y la nieve. Sus pies levantan charcos de barro cuando cruza el puente de los leones alados. Trato de seguir su paso, pero me cuesta caminar sobre el suelo blanco de arenas movedizas. Avanza con una autoridad que conmueve. Espérame, me gustaría decirle, pero no quiero que crea que soy débil. Unas chicas ríen y a su paso la gente se aparta sin saberlo. Podría ser que tuviera prisa, prisa por llegar a algún sitio.
Entonces no quiere entrar. El cielo blanco cubre la Iglesia de la Sangre Derramada. Me quedo solo. Huele a cera derretida e incienso. Me siento perdido allí dentro. Intento concentrarme en los frescos, en las figuras. Aguanta, un poco más, un poco más, me repito. Pero su ausencia duele. Lo busco de nuevo. ¡Dios, que ojos tan grises! Como la nieve que cubre los parques. Debo acordarme de esto, me digo.
La vida es jodida, dice por fin. Su voz es espesa como un trago de vodka. Sí, me oigo afirmar intimidado. La música viene y va. Las risas vienen y van. La camarera le sonríe; sí, la vida es una putada. Espuma de su café se le queda prendida en el bigote. No veo nada más. No oigo nada más. Sólo restos de café entre recios pelos rubios. Me gustaría sorberlos, saborearlos, lamerlos. Se limpia la boca de un manotazo. A lo mejor está enfadado.
Los copos de nieve brillan al cruzar frente a las farolas. Parece que no quieren caer nunca y van a vivir ahí suspendidos por los siglos de los siglos. El frío arrecia pero la ciudad es más bella que nunca. La muchedumbre lo devora todo al ritmo de los claxons y hay vehículos enterrados bajo montañas de nieve en la avenida de los consulados. Frente al Palacio su figura crece, se hace más grande y poderosa. Aquí están sus raíces, su historia y por unos instantes todo parece encajar. Pedro y Catalina. Una foto, en la Plaza de Palacio, junto a la columna. Como recuerdo, me justifico. Pero el objetivo no le abarca. Una foto, dice él. Como recuerdo. Y sonríe brevemente su ocurrencia. Entonces nuestras manos se rozan al tenderle la cámara. Piel áspera, piel fría que me hace estremecer. Ya está, ya lo sé.
Golpea el suelo con sus botas para desprender el cansancio acumulado. Al entrar la gente nos mira pero él parece no percatarse. O no quiere. Subimos escaleras interminables. Cierra la puerta y todo cambia. Espero, con ansia. Todo el día espero. Los coches enfermos gritan en el exterior. Sigo esperando. Se acerca, despacio. Lo sabe. Estoy seguro que lo sabe. Piel blanca y pelo alborotado, más suave de lo que parecía. Pero no quiero pensar; sólo escucho mi respiración. Me mira, despojado de todo, con los ojos más tristes que he visto nunca.

En la Estación Moskovskiy duerme un tren; un tren viejo y tan largo que llega hasta el Mar de Barens. Es el tren del nunca más. ¿Y allí? Se me encoje el pecho. Pero eso será mañana.
Al amanecer los ángeles lloran escarcha sobre San Petersburgo; a mi no me quedan lágrimas.